Hace ocho años, Puerto Rico fue golpeado por el huracán María. Desde entonces, una palabra comenzó a repetirse hasta el cansancio en discursos políticos, campañas de organizaciones y conversaciones cotidianas: resiliencia. La palabra sonaba nueva, fresca, casi poética. Nos dijeron que éramos resilientes porque nos levantábamos después de cada golpe. Que éramos resilientes porque improvisábamos, porque sobrevivíamos, porque sacábamos fuerzas de donde ya no había.
Al principio, confieso, la palabra parecía tener algo de luz. Pero pronto me empezó a incomodar. Resiliente no es sinónimo de fuerte. Resiliente no es sinónimo de valiente. Resiliente, en el modo en que nos la vendieron, se parece demasiado a la resignación.
Ser resiliente, según esa narrativa, es aceptar el desastre como una condición permanente de vida. Es aplaudir la capacidad de cargar cubos de agua durante meses, de vivir sin luz, de hacer fila interminable para conseguir gasolina, de enterrar a los muertos sin respuestas. Es romantizar la precariedad, disfrazarla de virtud.
Y no quiero ser resiliente.
Lo que quiero es un país con infraestructura digna, que no colapse a la primera tormenta. Quiero un sistema eléctrico que funcione más allá de comunicados y excusas. Quiero que la salud, la educación y la vivienda no sean privilegios sino derechos. Quiero que los líderes rindan cuentas, que la corrupción no se esconda detrás de discursos inspiradores. Quiero dignidad, no resiliencia.
La resiliencia, como nos la cuentan, se convirtió en excusa. Es el aplauso fácil que se le da al pueblo mientras se le niega lo esencial. “Ustedes son fuertes, ustedes saben levantarse”, nos dicen. Y con esa frase se lavan las manos de la responsabilidad de garantizar que no tengamos que volver a pasar por lo mismo.
Ocho años después de María, seguimos escuchando la misma retórica. Ante cada apagón, cada aumento en la factura, cada noticia de infraestructura colapsada, nos devuelven el espejo de la resiliencia. Como si ser eternamente resiliente fuera nuestro destino y nuestro mayor logro.
Pero la verdadera fortaleza del espíritu no es aguantarlo todo en silencio. La verdadera fortaleza es exigir, incomodar, denunciar y transformar. Es no aceptar como normal lo que hiere y empobrece. Es reconocer que merecemos algo más que sobrevivir.
No quiero ser resiliente porque me niego a aceptar que la vida aquí solo puede vivirse en modo de resistencia perpetua. Quiero ser parte de un país que planifica, que protege, que construye con visión y que responde con responsabilidad. Quiero que la palabra que nos defina no sea resiliencia, sino justicia, equidad, solidaridad.
A ocho años del huracán María, mi homenaje no es repetir esa palabra vacía. Mi homenaje es recordar a los que ya no están, reconocer la dignidad de los que resistieron y reclamar un presente distinto para quienes seguimos aquí. Porque Puerto Rico no necesita más resiliencia. Puerto Rico necesita más verdad, más compromiso y, sobre todo, un futuro.
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