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Opiniones

Fobia al pensamiento diferente

La soberbia del expresidente Trump ha sido paradigmática desde mucho antes de su presidencia; su ego ni siquiera cabe en todo Puerto Rico.

Alguna vez, alguien dijo que la soberbia es el sonido del ego. Y, sobre el ego, hay decenas de definiciones, de intentos por desinflarlo con la palabra, y la mayoría conduce a la exaltación del individualismo, perniciosa cuando se utiliza como sobredosis de lo fatuo y lo banal, beneficiosa cuando origina avances en la humanidad.

La soberbia del expresidente Trump ha sido paradigmática desde mucho antes de su presidencia; su ego ni siquiera cabe en todo Puerto Rico. Pero el reciente atentado contra su vida, no legitima ni uno solo de los comentarios que los distintos oportunistas han vertido no solo hacia su persona (donde algunos le han deseado hasta la muerte), sino hacia el odio en sí mismo, hacia sus variantes, hacia sus múltiples manifestaciones y los peligros inherentes de su despliegue.

Por ejemplo, no tardaron algunos líderes pipiolos y victoriosos en mostrar su costura y hacer eco del refrán español: “cuando las barbas de tu vecino [continental] veas pelar, pon las tuyas [insulares] a remojar”.

Pero lejos de estos condenar explícitamente el intento de asesinato de Trump, uno de esos líderes se limitó a dogmatizar, sobre el escenario de amoralidad y violencia política imperante en EE.UU., e insinuó que, en Puerto Rico, también existen alimentadores de odio “profesionales” capaces de moldear la opinión de los puertorriqueños para que, en las urnas, no puedan expresarse libremente. Criticó “también a los que en Puerto Rico se la pasan alimentando la exclusión, el odio, la marginación y el uso de subterfugios para evitar que el pueblo tenga las opciones necesarias al momento de ejercer su derecho al voto”, por citarlo literalmente.

Aun con la brevedad del extracto, el aludido líder dio a entender que una cuota indeterminada de puertorriqueños es tonta, o está sometida a algún hechizo porque cuando vote, lo hará condicionada por lo que él denomina subterfugios, o quién sabe si por algún conjuro vertido sobre los subconscientes de los votantes que son supuestamente manipulados por los que él parece calificar de agitadores que, para él, no son otros que los miembros del sector conservador puertorriqueño, sean estos dignos, penepeístas, estadistas republicanos o, incluso, pipiolos.

Discursear sobre los peligros del odio que parece pregonar el otro desde otra variedad del odio que no quiere parecerlo, señalando al diferente como factor de riesgo solo por el mero hecho de serlo, comporta una perversión sibilina destinada a la intimidación del prójimo para que se abstenga de expresarse a fin de no verse señalado.

No deja de ser lo anterior una forma refinada de violencia, uno de esos… subterfugios a los que alude el líder, desde su cuenta de X, para proteger a los incautos de los odiadores. A la postre, proyectarse xenófobo refleja la duda de que el diferente sea uno mismo.

Igual ocurrió, en su momento, con un líder victorioso, cuando aprovechó el atentado contra Salman Rushdie para alertar de los peligros de predicar diferente (a su manera de pensar) en nuestra propia isla. Lo contrapuesto a la ideología de uno, como excusa primero y como trampolín después, para verter la propia, en un mismo contexto de confrontación.

Apologetas del “por si acaso” que se exhiben como garantes de la moralidad, del bien actuar, del bien pensar, de ese buen gobernar al que aspiran algunos. Cantores de la ética, la suya, en oposición a cualquier otra, como si la ética solo tuviese una faceta y viniese bruñida por una sola ideología.

Pero la realidad es que dichos líderes políticos no exhiben expedientes desprovistos de amistades escasamente compatibles con la ética, pero quizá, del mismo modo que Cervantes no quería acordarse del nombre del pueblo de la Mancha en su Quijote, tampoco estos quieran estimular su memoria, máxime en tiempos de campaña electoral.

No quiero dejar pasar la ocasión para referirme a otro señalador nato de idearios impropios solo porque no coinciden con el suyo. Se trata de un conocido activista victorioso que es uno de esos seres que estigmatiza a cualquiera que manifieste su disenso respecto a la defensa de su visión sobre el ecosistema LGBTQ+. Suele aprovechar cualquier intervención de algunas voces conservadoras para arremeter contra sus pronunciamientos y acosarlas públicamente, incluso, amenazarlas.

En muchas ocasiones, sus comentarios reflejan un talante totalitario. Y lo realmente lamentable es que actitudes, como la de dicho activista, solo convierten en “centros del blanco para un tiro” (“bulls-eye”) a quienes, como algunas voces conservadoras, proponen, sin imposiciones, otras miradas, otras visiones, sobre asuntos económico-político-sociales-culturales.

Precisamente el desmemoriado de Joe Biden ha tenido que pedir disculpas por la expresión “poner como [‘centro del blanco para un tiro’ (“bulls-eye)”] a Donald Trump”, vertida en más de una de sus alocuciones públicas y seguramente redactada por alguno de sus asesores. Conviene templar las expresiones que incitan al odio, también en nuestra patria. Deberían también algunos personajes públicos puertorriqueños, los poseedores de un altoparlante más potente por su posición y su número de seguidores, atemperar sus mensajes y dejar de denunciar el odio ajeno a través del propio, larvado si se quiere, pero odio a fin de cuentas.

Bastante fracturado está Puerto Rico para que algunos traten de descoyuntarlo más. No se puede dar pie a que cualquier Thomas Crook trepe hasta un techo acompañado con un rifle automático y descargue su frustración sobre cualquier señalado como “centro del blanco”.