Lo que llamamos el mercado no es una fuerza natural, es una creación política, producto de decisiones colectivas sobre el tipo de futuro que queremos construir.
¿Alguna vez has preguntado de dónde proviene el verdadero motor de la innovación?
Nos han dicho que es la magia del libre mercado, que los emprendedores inquietos, guiados por una mano invisible, crean riqueza para todos. Pero cuanto más observo cómo realmente ocurre el progreso, más veo una historia distinta. La mano que impulsa la innovación dirige la inversión y asume los mayores riesgos no es invisible en absoluto, es pública.
Detrás de cada avance, desde el Internet hasta la energía renovable, ha habido visión pública, coordinación y valentía colectiva. Lo que llamamos el mercado no es una fuerza natural, es una creación política, producto de decisiones colectivas sobre el tipo de futuro que queremos construir.
De algún modo, hemos olvidado eso.
Durante los pasados 40 años, se nos ha dicho que el gobierno solo estorba, que las instituciones públicas son ineficientes, que solo la empresa privada puede crear valor. Pero si uno sigue el rastro del dinero, descubre otra cosa. El Estado financia la investigación, construye la infraestructura, forma a la fuerza laboral y asume los primeros riesgos que los inversionistas privados no quieren tocar.
Luego, cuando esas inversiones empiezan a rendir frutos, las ganancias son capturadas por empresas privadas que afirman haberlo hecho todo por sí solas. El riesgo se socializa, la recompensa se privatiza y a eso lo llamamos eficiencia.
Esta inversión de papeles no ocurrió por casualidad. Fue parte de un giro ideológico mayor que convirtió la producción en un derecho privado y al sector público en un chivo expiatorio permanente. Se ridiculizó a los burócratas, se recortaron presupuestos y se vació el sentido mismo del propósito gubernamental. Empezamos a medir el éxito público según qué tan empresarial podía volverse el Estado, como si el mayor logro de la democracia fuera imitar a una corporación. Y cuando llegaron las crisis, desde el colapso financiero hasta la pandemia, esos mismos gobiernos tuvieron que limpiar el desastre sin recibir jamás el crédito por mantener el sistema en pie.
A veces me pregunto cómo sería nuestro mundo si reconstruyéramos la imaginación pública, si el gobierno dejara de disculparse por existir y volviera a fijar misiones ambiciosas.
Cuando fuimos a la Luna, no fue porque los mercados vieran una oportunidad de ganancia. Fue porque una sociedad decidió demostrar lo que la ambición colectiva podía lograr. Ese tipo de propósito no solo produjo cohetes; creó industrias enteras, educó a generaciones de científicos e inspiró colaboración global.
La burocracia, en ese contexto, no era un peso muerto, sino un andamiaje para el descubrimiento. El dinero público servía al propósito público, y la ganancia era una consecuencia, no el fin.
Ese mismo espíritu podría guiarnos hoy. Imagina usar nuestros recursos colectivos para descarbonizar la economía, reconstruir viviendas e infraestructura, garantizar empleos e invertir en salud, cuidado y educación. No son sueños utópicos: son misiones prácticas de una civilización que recuerda lo que puede hacer en conjunto.
El Estado no debería limitarse a arreglar los mercados cuando fallan; debería moldearlos desde el principio, anclando el crecimiento en metas sociales y ecológicas.
Pero para lograrlo, la inversión pública debe venir con condiciones públicas. Si los contribuyentes asumen los riesgos, deben compartir también las recompensas. Cuando el dinero público financia la innovación, los beneficios no deberían desvanecerse en monopolios privados. Los gobiernos pueden establecer términos, como exigir que las empresas cumplan objetivos climáticos, paguen salarios justos o reinviertan en las comunidades locales. Eso no es interferencia: es administración responsable. Es la manera de asegurar que el valor que todos ayudamos a crear realmente nos sirva a todos.
Lo que hemos vivido, en cambio, es un modelo al revés: los gobiernos asumen los primeros riesgos, las corporaciones se quedan con las ganancias y los ciudadanos son convencidos de que el Estado está en quiebra.
Eso no es una ley económica: es una elección política. La verdad más profunda es que el propósito público es la fuente de la innovación, y cuando despojamos al Estado de confianza y capacidad, reducimos también nuestros propios horizontes.
Durante demasiado tiempo hemos tratado la eficiencia como la mayor virtud, como si el objetivo de la sociedad fuera gastar menos en lugar de lograr más. Pero la eficiencia sin propósito es solo otra forma de decadencia. La pregunta real no es qué tan pequeño puede volverse el gobierno, sino qué tan amplias pueden ser nuestras metas compartidas. Necesitamos pasar de la contabilidad a la arquitectura, de administrar la escasez a diseñar la posibilidad.
Reclamar la mano invisible del gobierno significa reclamar la democracia misma: la idea de que nosotros, juntos, podemos moldear el futuro en lugar de simplemente reaccionar a él. El público construyó los cimientos de cada revolución tecnológica del último siglo, y sin embargo hemos sido borrados de la historia, convencidos de que la creación pertenece solo al capital. Es hora de volver a hacer visible lo público, de ver al gobierno no como un obstáculo a la libertad, sino como su infraestructura.
Porque una vez que entendemos que el verdadero motor de la innovación siempre hemos sido nosotros, nuestras instituciones, nuestras inversiones, nuestro coraje colectivo, la política de la austeridad y del miedo pierde su poder. El futuro deja de ser una apuesta privada y se convierte en lo que siempre debió ser: un proyecto compartido. La mano invisible nunca fue del mercado. Siempre fue nuestra.
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