Lo revolucionario también puede ser espiritual
Columna de opinión del profesor de derecho laboral, licenciado Jaime Sanabria Montañez.
Cuando un territorio se esquista en su propia decadencia, cuando una demarcación geográfica - dependiente de otra - encabeza los índices (de desempleo, de pobreza infantil y familiar), cuando ese mismo territorio está sujeto a la supervisión (de gastos, ingresos e inversiones) por una Junta de Supervisión Fiscal entramada en el continente, quizá sea el momento de reflexionar quiénes somos, por qué estamos como estamos y hacia dónde debiésemos ir para, sin dejar de ser lo que somos, tratar de tender hacia quiénes queremos ser y así honrar esta isla, un pedazo bello de litosfera, en definitiva, que llamamos Puerto Rico.
Una de las direcciones propugnadas por muchos es la independencia, por su potencial de convertir a Puerto Rico en un territorio soberano capaz de gestionar sus recursos sin injerencias, desde una única Constitución, sin romper violentamente lazos con los EE.UU., pero desasiéndose de ese abrazo (entre lo constitucional, paternalista y asfixiante) que el país más poderoso del planeta pretende próspero, pero que, en no pocas ocasiones, resulta opresivo.
La historia contemporánea del independentismo puertorriqueño tiene un nombre sobresaliente, Don Pedro Albizu Campos, un contumaz defensor de la emancipación colonial de cualquier índole, que por aquellos años 30 del siglo anterior, depuesto el paraguas maternal de España desde 1898, estaba monopolizado por los EE.UU. Aunque Albizu no fue el fundador del Partido Nacionalista de Puerto Rico (PNPR), su ingreso supuso un espaldarazo a una formación de la que acabó siendo presidente en 1930.
Albizu, quien fue un fiel admirador de Don Ramón Emeterio Betances y a quien algunos acusaban de ser fascista, era un individuo que exaltaba los valores patrios y la defensa nacional. Don Pedro no tenía una ideología per se, pero se declaraba católico de creencias, algo que, pareciendo de entrada contradictorio, no lo era ni lo es en absoluto. Su misión y su visión confluían en la patria, en una patria libre, pero su espíritu bebía del catolicismo arraigado en Puerto Rico desde los tiempos de los españoles. Esa religiosidad era un bien intangible enraizado tanto en él como en su pueblo.
Quizá los nacionalistas de Albizu carecieron de imaginación y maquinaria política y, por razón de dichas carencias, junto a las persecuciones de las que solían ser objeto, se decantaron por la lucha armada, por los pequeños sabotajes, por la confrontación en suma. Esto provocó, para Albizu y sus correligionarios, largos periodos de cárcel y tortura, de indultos y revocaciones. Don Pedro se inmoló consciente de que lo iban a hacer desaparecer, pero, pese a ese convencimiento, nunca dejó de presentar la mejilla del patriotismo para que sus detractores se la abofetearan, siempre con la patria, la dignidad, la religión y el honor por delante.
Era tanta la fe de Albizu, tanto el peso de su creencia teísta, que llegó a afirmar, en 1931, que “amamos a la patria como amamos a una diosa”, expresión que no fue demasiado bien recibida por sus detractores. Tomando en cuenta la aludida cita y alguno que otro de sus discursos, se puede colegir que Albizu fue alguien de fe, alguien que defendió los principios católicos de Puerto Rico, siempre y cuando fuese conveniente para su proyecto de nación. En esta tesitura, hay quien señala que el catolicismo de Albizu se trataba de una mera táctica para llegar al grueso del pueblo puertorriqueño, que en ese entonces (entre 1920 y 1950) era predominantemente católico, y oponerlo al protestantismo estadounidense. Sin embargo, independientemente de las razones que tuvo Don Pedro para ello, cabe apostillar que su espiritualidad fue abarcadora, unificadora, ecuménica, que estuvo rodeado de hombres y mujeres católicas, protestantes, ateos, agnósticos y a todos ellos los unió el nacionalismo porque su Puerto Rico era la medida de todas las cosas.
El entierro de Pedro Albizu, en abril de 1965, se mantiene todavía como el más multitudinario (75,000 asistentes) de la historia de Puerto Rico.
Pero el movimiento independentista no falleció con él; otro partido de corte similar, el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP), fue alumbrado en 1946 por Don Gilberto Concepción de Gracia, creyente y uno de los abogados principales de Albizu, y que fundó el PIP mientras Albizu todavía estaba preso en la cárcel de Atlanta. El PIP, desde su condición cívica, ha alternado, desde su fundación, épocas de relevancia con las de insignificancia electoral; periodos con apenas un 2% de la representación con otros cercanos al 20%, unas fluctuaciones que han venido condicionadas históricamente por diversas razones, incluyendo algunas de corte ideológico.
Pero la realidad es que el PIP aún no ha sido una opción viable para la gran mayoría de nuestro pueblo. Para que el PIP pueda convertirse en un catalizador del resurgimiento puertorriqueño, necesita ser creativo, abrir sus fronteras interiores, ensanchar su capacidad ideológica de acogida y abarcar a todo el espectro de sensibilidades que hacen de Puerto Rico una prioridad, y no solo a los que profesan miradas socialistas o, incluso, las sociales demócratas. Para arraigar como opción seria a gobernar el país, el PIP necesita desprenderse de esa proyecciones socialistas y/o social demócratas que varios de sus dirigentes y otros han tatuado, excluyentemente, en los lomos del partido. Y admitir también, en el mismo, a personas de otras ideologías, incluyendo las neoliberales e, incluso, las cristianas –porque mayoritariamente cristianas son las raíces de lo nuestro–, con horizontes aperturistas, siempre anteponiendo el prurito de la independencia a cualquier otra connotación identitaria propia.
Sin embargo, como sucede en una mayoría de partidos, la falta de introspección, el mal manejo de diversos asuntos, los personalismos, la adopción de una única línea editorial, la falta de pluralidad, la no admisión de sensibilidades distintas en lo económico, en lo social y en lo religioso, también han hecho del PIP un partido en exceso monolítico, incapaz pues, desde su actual estructura programática, de penetrar lo suficiente en la voluntad de una sociedad puertorriqueña cansada de no saber en qué dirección mirar, a quién acudir para recuperar los índices de bienestar, en quiénes confiar para que la prioridad sea primero Puerto Rico y después Puerto Rico también.
Un partido cuya denominación contiene la palabra “independentista” debería anteponer ese fin a todo lo demás. Y, si otra de las letras de sus siglas enmarca la palabra “puertorriqueño”, con mayor motivo, debería acoger bajo su aparato a quienes pelean por la emancipación de Puerto Rico desde una óptica no socialista o social demócrata, incluso, desde una perspectiva neoliberal, o desde una confesionalidad manifiesta. El independentismo debiese estar por encima de las sensibilidades de pensamiento de sus integrantes. De hecho, ese potencial eclecticismo en su composición podría atraer para su causa a un amplio espectro social de compatriotas; podría imantar por igual a socialistas, a capitalistas, a progresistas, a conservadores, a ateos, a agnósticos, panteístas y a cristianos confesos que, como Albizu, tienen a Puerto Rico como su prioridad por encima de las ideas civiles, sociales, políticas y, sobremanera, religiosas.
Lo que importa es que las personas que conformen ese PIP, que ahora capitanea Juan Dalmau Ramírez, y que repuntó notablemente en los últimos comicios de 2020 para la elección a gobernador (pasando de apenas un 2% de los votos en la elección de 2016 a casi un 14% en la aludida de 2020), capitalicen ese más que notable incremento porcentual y sigan creciendo para armar una nueva mayoría boricua en las próximas elecciones.
Pero ese crecimiento no solo se podrá obtener si se derriban unicidades ideológicas dentro del propio partido, si se abre el acceso a sus siglas a quienes han manifestado su simpatía por la causa independentista; se requiere, además, poseer un proyecto de país. Poseerlo y transmitirlo a una población necesitada de no consumir más humo político. Debe el PIP entretejer unos cimientos sólidos sobre los que reconstruir Puerto Rico, no basta con proclamarse independentista si hay un vacío detrás del término. Resulta más nutritivo dar trigo que predicar porque el pueblo está cansado de mesías que solo venden intenciones, abstracciones, pero rara vez hechos, rara vez acciones.
Los actuales dirigentes del PIP harían bien en meditar que, sin creatividad y aperturismo interno, el objetivo de la independencia no resultará electoralmente posible. “Independentista” y “puertorriqueño”, esas, y no otras, son las claves para la obtención del punto primero de los objetivos de una formación política, con más de 75 años de trayectoria, que no ha sido capaz de sobrepasar ese mencionado techo electoral del 20% alcanzado en un lejano 1952 y no precisamente por casualidad, sino porque en aquella época el partido tenía más apertura, e incluía a todo aquel que antepusiera a Puerto Rico a sus propias convicciones ideológicas.
Acudir a las cifras, a la hemeroteca de la historia, para reconsiderar posturas tenidas como inamovibles suele ser el mejor de los cauces para cambiar de ciclo, para entrever que otro horizonte es posible, que un solo iceberg no forma una banquisa, que solo a través del compromiso con la pluralidad inherente a la especie humana resulta posible intercambiar sueños por realidades.
Solo desde esa amplitud de miradas, desde la integración, los huesos de Don Pedro Albizu Campos, los de Don Gilberto Concepción de Gracia, y los de tantos otros líderes y seguidores que abrazaron la causa de la emancipación puertorriqueña, podrían volver a tintinear de esperanza.