Periodista que no se conmueve, no es periodista
Columna de Wilda Rodríguez sobre lo vivido el 11 de septiembre de 2001.
“Eso no es un accidente. Los aviones no pasan por ahí.”
Mi respuesta fue automática al comentario de Graciela Rodríguez Martinó sobre lo que oíamos en la televisión poco antes de las nueve de la mañana del 11 de septiembre de 2001. Ambas mirábamos hipnotizadas la pantalla en el cuarto del hotel a menos de cinco millas del suceso. Minutos después - a las 9:03 AM - vimos en vivo como un segundo avión impactó la otra torre del World Trade Center.
Veinte años después todavía no puedo explicar textualmente lo que sentí en ese momento. Ni lo que siento recordándolo. No hay conocimientos, ni cultura política, ni experiencia profesional que intervenga en una emoción que todavía no acierto a controlar ni apalabrar del todo.
Sí, Graciela y yo estábamos en Nueva York ese día. Era el martes de las primarias para elegir los candidatos a la alcaldía de la ciudad. Yo era parte de la campaña del puertorriqueño Fernando Ferrer y Graciela trabajaba con la coordinación de la prensa latina. La candidatura de Freddy representaba mucho para toda la población latina de Estados Unidos. Ni que decir para Puerto Rico que tenía en Nueva York ese día una buena representación de la prensa boricua siguiendo la campaña del boricua. Nosotras éramos su enlace con la campaña de Freddy desde las oficinas de la Local 1199 de los trabajadores de la salud de Nueva York, sindicato que dirigía otro puertorriqueño, Dennis Rivera, mi hermano de vida con quien di muchas batallas políticas en Nueva York y me había convocado a regresar para esta.
Nos levantamos a las cinco de la mañana para armar desde el hotel las últimas entrevistas de radio. Estaba satisfecha. Confiaba en que ganaríamos la primaria aunque posiblemente íbamos a una segunda ronda.
Nos hospedamos en el Sheraton de la 7ma avenida y las calles 52 y 53, a diez cuadras de nuestro centro de operaciones en la Local 1199 de la calle 43. A las ocho regresé a la cama a dormir una hora antes de empezar un día que sabía largo y atareado. Graciela no se toma siestas cortas con la misma facilidad que yo, por lo que se quedó pegada al televisor y las noticias sobre el evento político del día. Cuando dieron el primer informe sobre el ataque a las torres gemelas a solo minutos de haber ocurrido, me jamaqueó duro y caí sentada en la cama. Periodista al fin, Graciela me hizo la pregunta que se hacían todos los periodistas en ese momento: “¿Será posible que sea un accidente?”
Despojarme de emociones para encarar un acontecimiento es parte de mi disciplina como periodista. También dejar a un lado mi apreciación inmediata de ese acontecimiento desde la experiencia y el conocimiento. Nada de eso me valió el 11 de septiembre de 2001. Era una zombie más caminando por las calles de Nueva York desde el hotel al sindicato. No sabía qué pensar, no sabía qué hacer, no sabía qué venía después. Sabía que me tenía que recomponer en esa trayectoria de diez cuadras porque se esperaba de mí asumir algún tipo de liderato.
Graciela y yo caminábamos hundida cada cuál en sus propios pensamientos y hablando muy poco. Ella más alerta, yo más aturdida. Por dentro, intentaba sin éxito hacer una lectura política y hasta ética de lo que significaba ese momento. Sabía que para millones de seres humanos que se sentían inmunes e impunes a las guerras, el shock y la incredulidad darían paso al coraje y el desquite. Sabía que era el acto de terrorismo más grande que habría visto esa gente - incluyéndome - y que pronto el estado le pondría nombre y apellido. Podía anticipar la cruzada antiterrorista y la movilización militar de Estados Unidos para restaurar la confianza de sus ciudadanos en su supremacía militar.
Una cosa era lo que sabía y otra lo que sentía. Sentía una pena enorme. Curiosamente, no sentía miedo. Sentía angustia, tristeza, ansiedad y preocupación, pero no miedo. El miedo es un sentimiento bastante ajeno a los que hemos vivido en Nueva York, una ciudad tan despiadada como maravillosa. Entendí perfectamente a los que me pasaban por el lado como sombras de sí mismos, con los ojos fijos en un punto indefinido, las bocas entreabiertas sin emitir una sola palabra y saludando levemente con un movimiento de cabeza si alguien le preguntaba si estaba bien. Pero caminando.
La historia gráfica que nos ofrecieron tantos fotoperiodistas es mucho más elocuente y precisa sobre lo que vimos en las calles de Nueva York ese día. Estábamos a bastantes cuadras de la zona de impacto por lo que los gritos y las lágrimas, el verdadero pavor, no era nuestro panorama. El nuestro era de una solemnidad pesada y triste, muy triste, entre la peste a humo y la ceniza que empezaba a alcanzar esa parte de la ciudad.
Llegamos al centro de operaciones en la Unión 1199. Todos los que pudimos llegar nos pusimos a trabajar entre abrazos espontáneos. Toda la flota de vehículos asignada a la campaña electoral se redirigió a rescatar y sacar gente de la ciudad. Nos dividimos el trabajo de localizar a miembros de la unión y familiares.
Graciela y yo nos dedicamos a rastrear a los periodistas puertorriqueños, contestar todas las llamadas de los medios de Puerto Rico y servirles de enlace, y hacer lo que se nos pedía, lo que fuera. Había más periodistas puertorriqueños de los que venían a cubrir la primaria donde corría un boricua, porque otro boricua, Tito Trinidad, se encontraba en la ciudad en preparación para su pelea boxística del 15 de septiembre en el Madison Square Garden contra Bernard Hopkins. Esa coyuntura le dio a Puerto Rico una ventaja en cobertura periodística y fotográfica de los acontecimientos de ese y los próximos días. De nuestros mejores fotoperiodistas había allí un buen puñado.
Logramos agrupar a la mayoría de los periodistas puertorriqueños y asistirlos en su inesperada estancia forzosa en la ciudad, dado el cierre de los aeropuertos.
Graciela y yo estuvimos veintitrés días en el Sheraton, de donde no nos sacaron aún cuando el hotel se convirtió en sede de la CIA, el FBI y de CNN. Lo cierto es que todavía no me lo explico, pero éramos las únicas huéspedes “civiles” en nuestro piso, donde las camas y los matres habían sido sacados de los cuartos para albergar computadoras y máquinas extrañas; y de las pocas que había en todo el hotel dominado por la milicia y la policía federal. Pienso que el hotel nos protegió como clientes con privilegios ya que la Unión celebraba allí todos sus eventos, y eso vale. Algunos me conocían también como periodista.
La primaria de Freddy Ferrer se celebró finalmente el 25 de septiembre. Ya para entonces sabíamos que el rubio Mark Greene había ganado ventaja con el sentimiento contra todos los que éramos people of color que dejó como secuela el ataque a las torres gemelas, y que en una segunda ronda el voto blanco se uniría contra Freddy.
Aún así, ganamos la primaria del 25 de septiembre. Mark y Freddy fueron a una segunda ronda en octubre que finalmente ganó Mark y se proclamó candidato demócrata a la elección por la alcaldía. En noviembre perdió frente a Michael Bloomberg.
Si hablo con familiaridad de Freddy y de Mark es porque la había. Durante los años que viví en Nueva York (principios de los 80 a mediados de los noventa) estuve muy ligada a la política de la ciudad y el Partido Demócrata como activista de nuestra comunidad y asesora de campañas electorales en las comunidades latinas. Sí, los periodistas no dejamos de ser periodistas por ser ciudadanos y no siempre tenemos trabajo en los medios. Un cantante no deja de serlo porque no grabe un disco.
Mark y Freddy eran compañeros de muchas luchas. A Mark, quien trabajó muchos años con Ralph Nader, lo conocí en 1989 en la campaña de David Dinkins para ser el primer alcalde afroamericano de Nueva York. David lo nombró como Secretario de Asuntos del Consumidor de Nueva York y en el 1993 todos participamos en la campaña para convertir a Mark en Ombudsman de la ciudad. No fue fácil tener a Mark y a Freddy enfrentados en una primaria. En esa primaria contendió también Alan Hevesi, un grandullón judío a quien también le hice la campaña latina para contralor de la ciudad en el 1993. En fin, que estábamos entre amigos.
Los días que precedieron al ataque al WTC hablé con todos. Se convirtió en un ritual levantar el teléfono para llamar a los amigos.
Cuando finalmente se dió la primaria el 25 de septiembre estábamos todos abatidos y retomamos la política eleccionaria con menos entusiasmo del acostumbrado. Una cosa que recuerdo siempre con alegría de Nueva York es la política. Dura, sucia… pero divertida. Sabíamos reírnos de nosotros mismos.
Septiembre del 2001 fue distinto. La seriedad que impuso la tragedia se coló en muchas relaciones personales y acabó distanciando a mucha gente, al menos por un tiempo.
Nuestro episodio personal en Nueva York ese año culminó con la primera parte de la primaria y una celebración opaca el 25 de septiembre en el histórico edificio Puck de Manhattan.
Graciela hablaba con el periodista José Delgado por teléfono cuando perdió el suelo y se fracturó un tobillo. Nydia Velázquez - la congresista - fue su enfermera toda la noche porque yo tuve que trabajar en el piso con los periodistas mientras esperábamos los resultados. Ganamos, pero habría la segunda ronda. Mark amontonaría el voto blanco en octubre para perder en noviembre contra Michael Bloomberg que le había ganado la primaria republicana a otro puertorriqueño, Herman Badillo. Eso es Nueva York.
Al otro día regresamos a Puerto Rico. Ver a mi hija después de casi un mes me devolvió la alegría.
Entonces vine al análisis de los razonamientos políticos, las teorías conspiratorias, el capitalismo bélico, Afganistán, la ejecución de Osama Bin Laden, y, finalmente, veinte años después el epílogo dantesco de la derrota de Estados Unidos. ¿Derrota? ¿Pero no ganaron los estudiantes de los señores que financió Estados Unidos para sacar a la Unión Soviética de Afganistán?
Eso es otra cosa. Nada que ver con lo que sentí y siento cuando mi mente regresa al 11 de septiembre de 2001 y confirma una máxima de mi oficio: Periodista que no se conmueve, no es periodista.