La violencia no tiene género, pero sí tiene historia. Una historia que en muchos casos nace del trauma y de los modelos que se aprenden y repiten generación tras generación.
En los últimos meses he observado un incremento en la visibilización de casos donde la mujer es identificada como agresora dentro de la relación de pareja. Este fenómeno, aunque todavía poco explorado, desafía la narrativa tradicional que sitúa a la mujer exclusivamente en el rol de víctima y nos invita a mirar más profundamente los factores que podrían estar vinculados a estas conductas.
Desde una mirada forense y basada en trauma, es necesario comprender que la violencia ejercida por una mujer no siempre surge del deseo de dominar, sino que puede representar una respuesta defensiva o reactiva ante experiencias de vulnerabilidad acumulada. En muchos casos, estas manifestaciones están asociadas a vivencias previas de maltrato emocional, abandono o abuso, ya sea dentro de relaciones pasadas o en los entornos familiares primarios.
Al momento, las investigaciones realizadas apuntan a que la agresión femenina puede relacionarse con experiencias traumáticas y con patrones aprendidos en la infancia, especialmente en contextos donde la violencia era un medio normalizado de resolver conflictos. No obstante, una de las limitaciones principales en este tema es la escasa investigación que evidencie cómo los factores culturales, sociales y de género inciden en la forma en que la mujer internaliza y reproduce la violencia. Esto representa un reto para los profesionales que intentan comprender el fenómeno desde una perspectiva contextualizada y no meramente punitiva.
La teoría del aprendizaje social de Albert Bandura (1977) nos ofrece una clave importante para entender este proceso. Según este marco, los comportamientos se adquieren por observación e imitación. Una niña que crece observando a un padre agresor y a una madre sometida puede aprender que la fuerza es una vía para ejercer control o defenderse. En la adultez, esa experiencia puede traducirse en una inversión del rol aprendido, donde la mujer adopta la conducta agresiva como un intento —a menudo inconsciente— de no volver a sentirse indefensa.
Mirar la violencia femenina, así como la masculina, desde eltrauma implica reconocer su complejidad sin justificarla, comprendiendo que detrás del acto violento puede haber una historia de dolor no procesado, de rabia contenida o de experiencias relacionales desiguales. Para avanzar en la prevención y la intervención, necesitamos políticas y prácticas que integren el componente de género, cultura y trauma, y que promuevan modelos de reparación y responsabilidad compartida.
La violencia no tiene género, pero sí tiene historia. Una historia que en muchos casos nace del trauma y de los modelos que se aprenden y repiten generación tras generación.
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