Un país que puede emitir su propia moneda siempre puede producir los dólares que gasta. Lo que lo frena son los límites que él mismo decide respetar.
El presidente de la Reserva Federal de EE. UU., Jerome Powell, responde a una pregunta de los medios de comunicación. EFE/SHAWN THEW
Cuando empiezas a ver el dinero como algo que se crea y no solo como algo que se gana con esfuerzo, el panorama cambia. Cuesta más creer que el gobierno vive limitado por los obstáculos que repite en público.
Un país que puede emitir su propia moneda siempre puede producir los dólares que gasta. Lo que lo frena son los límites que él mismo decide respetar.
Durante años, las instituciones que vigilan la vida monetaria contaron una sola historia. La gente debía arreglárselas con menos. Los mercados debían ser tranquilizados. El lenguaje de la austeridad se reservaba para los trabajadores y el lenguaje del auxilio urgente se activaba cada vez que los activos financieros corrían riesgo. Esa diferencia explica más sobre el orden social de las últimas décadas que cualquier informe oficial. Muestra un sistema hecho para proteger la riqueza y no a quienes la generan. Un sistema que enseña escasez a las mayorías y organiza abundancia para unos pocos.
Si tiras del hilo hacia atrás, la historia viene desde mucho antes de la Gran Recesión. Gran parte del siglo veinte, la Reserva Federal se describía como una guardiana cuidadosa de la estabilidad, una institución por encima de la política y guiada por criterios técnicos. Pero esa neutralidad siempre fue más mito que realidad.
La Fed marcaba el pulso del crédito y el costo del dinero. Sus herramientas funcionaban a través del sistema bancario privado, y por eso los beneficios siempre llegaban de forma desigual. La liquidez entraba por la cúpula financiera y solo llegaba al resto del país si los bancos privados encontraban un interés en que así fuera. En cada gran crisis la Fed se volvió más cómoda defendiendo a los mercados financieros porque su modo de ver el mundo no le dejaba otra alternativa. La forma en que construyó su política garantizaba que las familias nunca fueran la prioridad.
Para finales de los años ochenta y comienzos de los noventa esta manera de pensar ya estaba firmemente instalada. La inflación se trataba como el gran enemigo de la prosperidad. El desempleo se consideraba tolerable mientras los precios se mantuvieran tranquilos. La creación de dinero se imaginaba como algo que debía pasar por los balances privados y no por la vida pública. Los mercados eran vistos como capaces de disciplinarse solos. Estas ideas formaron a una institución que custodiaba una distribución de poder muy particular. Las finanzas dominaron el centro de la vida económica y las aspiraciones democráticas se trataban como interrupciones. La estabilidad significaba calmar al capital y no fortalecer la base de la vida común.
Todo esto se volvió imposible de ignorar después del colapso de 2008. La burbuja inmobiliaria estalló, el crédito se paralizó y la Fed cruzó un umbral que generaciones anteriores habrían considerado impensable. Las tasas de interés se bajaron casi a cero. Se creó dinero a gran escala para comprar bonos del Tesoro y títulos respaldados por hipotecas. El balance de la Fed se disparó. Los funcionarios insistían en que sería algo temporal, pero la magnitud de la intervención transformó todo el ecosistema financiero. El dinero fácil se volvió la norma y las compras de activos pasaron a ser parte del kit regular de políticas. La estabilidad de los mercados dejó de ser un objetivo y pasó a ser una obsesión.
Entre 2008 y 2014, las tasas siguieron en el piso y la Fed lanzó oleada tras oleada de compras de activos. Los mercados financieros se dispararon. Quienes tenían acciones y propiedades vieron crecer sus patrimonios a una velocidad asombrosa mientras los trabajadores apenas notaban mejoras. La política monetaria no le da poder de negociación a la gente. No sube salarios ni fortalece sindicatos ni cambia la relación de fuerzas con los empleadores. Solo crea liquidez, y la liquidez siempre fluye hacia quienes ya poseen riqueza. El patrón era claro. Estados Unidos había entrado en un mundo donde el banco central podía generar montos enormes de riqueza financiera sin producir beneficios equivalentes para quienes viven de su salario.
Los años entre 2014 y 2019 abrieron otro capítulo. La Fed trató de reducir sus intervenciones, subiendo las tasas y encogiendo su balance. Casi de inmediato los mercados reaccionaron. Cada intento de retirada generó pánico. La caída en los precios de los activos se interpretaba como señal de que la institución había ido demasiado lejos. Con el tiempo la Fed cedió. Para 2019, aun sin recesión, ya había vuelto a recortes de tasas y nuevas medidas de apoyo. Lo extraordinario se volvió rutina. La institución quedó atrapada por un sistema que exigía tranquilizadores constantes.
Luego llegó la pandemia. Los límites que quedaban se evaporaron en cuestión de días. La Fed desató otra oleada de liquidez que dejó pequeña la de 2008. Creó programas para sostener la deuda corporativa. Intervino en mercados municipales que nunca habían visto un apoyo de ese tamaño. Compró activos a un ritmo que años antes habría parecido imposible. Los precios de los activos subieron mientras millones perdían su empleo. La especulación se desató en acciones tecnológicas, vivienda, criptomonedas y fondos privados. A comienzos de 2021, la Fed seguía comprando bonos mientras las distorsiones eran evidentes por todas partes. La brecha entre quienes viven de lo que poseen y quienes viven de su salario se abrió más rápido que nunca.
Esta historia es más que una lista de medidas de emergencia. Es el registro de una institución atrapada en un marco mental que siempre la empuja hacia las finanzas. La Fed creó dinero a través de canales privados y no públicos. Confiaba en que el alza de los activos sostendría a la economía real aun cuando las pruebas mostraban que ese vínculo no existía. Insistió en que la desigualdad no era parte de su mandato mientras sus acciones producían una de las mayores transferencias de riqueza hacia arriba en la historia del país. Desvió las preguntas distributivas hacia el Congreso, pero el Congreso vivía bajo el peso de la austeridad y se negaba a actuar a la escala necesaria. Sin equilibrio entre política monetaria y fiscal, el banco central quedó como el único actor activo en crisis tras crisis. Y como sus herramientas operan a través de los mercados y no de los hogares, los beneficios se movieron hacia arriba con una certeza casi automática.
Si miras el dinero como una herramienta pública, la imagen se aclara aún más. El poder monetario es poder político. La inflación no es un proceso automático. Es una lucha por los recursos reales y por las prioridades que definen quién recibe qué. Cuando un banco central crea dinero de una manera que protege a los dueños de activos mientras disciplina a los trabajadores, está practicando política de clase aunque no lo admita. El miedo a la inflación se convierte en un relato para contener las demandas públicas mientras la enorme creación privada de dinero se considera normal. Esta es la arquitectura de una jerarquía monetaria. Los trabajadores aprenden que la escasez es natural. Los mercados aprenden que el apoyo siempre llegará a tiempo.
La Fed hizo algo más que inflar los precios de los activos. Reforzó la estructura económica que permitió la inflación impulsada por los vendedores. El crédito barato y la estabilidad del mercado ayudaron a las grandes empresas a concentrar poder. Subieron precios sin miedo a la competencia. Usaron los problemas de oferta como palancas de ganancia. Las políticas que apoyaban la demanda lo hacían de manera indirecta, mientras los verdaderos cuellos de botella quedaban sin atender. Cuando los precios finalmente subieron, se animó al público a culpar al gasto federal y no a la concentración del poder corporativo que permitió a las empresas aprovechar cada interrupción.
Detrás de todo esto hay un hecho simple. La Fed crea dinero sin recaudar ingresos. Sus límites son políticos y no financieros. Durante casi veinte años, su energía política se dirigió a estabilizar mercados y no a apoyar a la sociedad. La mayor ola de creación monetaria de la historia moderna fue aceptada porque se canalizó por instituciones privadas y no públicas. Esa elección dejó a la vista la contradicción central del periodo neoliberal. Había intervención constante para los mercados y restricción para todos los demás.
El papel de la Fed en el aumento de la desigualdad no es una historia de mala intención. Es una historia de creencias. La liquidez asciende por las jerarquías financieras y la inflación de activos se vuelve el camino automático. Las finanzas se colocan en el centro de la vida económica mientras el miedo a la inflación limita la ambición pública. La escasez se convierte en una lección social que mantiene a la gente tranquila. Y la institución que promete estabilidad termina reforzando una distribución de poder que dirige la riqueza hacia arriba.
Cuando juntas todas las piezas, aparece algo que siempre estuvo a la vista. El dinero no es neutral. Un país que puede crear billones para proteger a los mercados financieros también puede crear estabilidad, seguridad y dignidad para su gente. Los límites son escogidos y la escasez es fabricada. Y la desigualdad que creció de esas decisiones no fue un accidente, sino el resultado previsible de un sistema diseñado para defender la propiedad por encima de todo lo demás.
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