La próxima vez que decida acelerar más de la cuenta, recuerde: no solo está arriesgando su vida, está poniendo en jaque a todo un sistema diseñado para cuidarnos a todos.

A menudo escucho hablar de los accidentes de tránsito como si fueran fatalidades del destino, eventos inevitables que simplemente «pasan».

Pero cualquiera que haya trabajado en una sala de urgencias, o que haya esperado angustiado en un pasillo de hospital, sabe que esto es una mentira piadosa que nos contamos para no enfrentar la realidad: estamos ante una epidemia que nosotros mismos alimentamos y que está desangrando, literal y metafóricamente, a nuestro sistema de salud. 

Como sociedad, hemos normalizado la sirena de la ambulancia. Pero lo que no vemos es lo que ocurre cuando esa sirena se apaga y las puertas de la sala de shock se abren. 

He visto cómo la «hora dorada» se convierte en una lucha frenética no solo por salvar una vida, sino por gestionar la escasez. Cuando un joven de 20 años llega destrozado por un choque en moto —y recordemos que los jóvenes son quienes más mueren en el asfalto—, el sistema entero se convulsiona. No es solo una cama ocupada; es un efecto dominó devastador.

Esa cama en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) que hoy ocupa una víctima de un siniestro vial prevenible, es la misma cama que ayer le tuvimos que negar a un paciente que esperaba una cirugía compleja de corazón o un trasplante. Es una matemática cruel: cada conductor imprudente o distraído le está robando recursos vitales a alguien que enfermó por causas naturales. 

Hablemos de costos, aunque suene frío. Atender un politraumatismo es astronómicamente caro. Cirugías múltiples, prótesis, meses de rehabilitación, terapia psicológica para el estrés postraumático… Estamos drenando los presupuestos de salud pública en reparar cuerpos rotos por la velocidad y el alcohol, dinero que desesperadamente necesitamos para vacunas, para tratamientos oncológicos, para mejorar la atención primaria. 

Lo que más me duele, sin embargo, no son los números rojos en el presupuesto, sino los rostros en la sala de espera. He visto familias destruidas no solo por el duelo, sino por la carga de cuidar de por vida a un ser querido con daño cerebral irreversible o lesiones medulares. Los AVISA (Años de Vida Ajustados por Discapacidad) son un término técnico para describir vidas truncadas y sueños paralizados. 

Ya basta de llamarlos «accidentes». Un accidente es algo fortuito; conducir ebrio, revisar el celular al volante o no usar casco son decisiones. 

La seguridad vial no es solo un tema de multas o de tráfico; es, ante todo, una crisis de salud pública. Invertir en calles más seguras y en educación vial es la medicina preventiva más eficaz que tenemos. Si queremos hospitales eficientes y disponibles para cuando la enfermedad golpee nuestra puerta, debemos empezar por dejar de saturarlos con tragedias que nunca debieron ocurrir. 

La próxima vez que decida acelerar más de la cuenta, recuerde: no solo está arriesgando su vida, está poniendo en jaque a todo un sistema diseñado para cuidarnos a todos.