Los límites del humor
El columnista de NotiCel comenta el chiste sobre Puerto Rico del comediante Tony Hinchcliffe .
Las viejas monarquías medievales y renacentistas –en particular y, como paradigmáticas, las españolas, las francesas y las británicas– estaban nutridas por los llamados cortesanos, habitantes de un reino donde todo orbitaba en torno a un rey que permanecía, por lo habitual, ajeno a lo que verdaderamente ocurría en sus dominios y solo se ocupaba –pasados los tiempos en los que algunos reyes combatían en primera persona– de asignar a dedo concesiones a los nobles, declarar guerras a capricho, saludar a sus vasallos cuando salía de gira, cazar, fornicar o a realizar cualquier otra actividad. La gestión del reino era asunto de válidos, ministros, notarios y demás altos funcionarios.
También, en aquellos periodos de la historia, estaba presente el humor. El entretenimiento estaba a cargo de los bufones, quienes no pocas veces eran seres deformes o con deficiencias físicas o intelectuales que distraían a los monarcas y a su séquito.
En el presente, las monarquías que todavía existen en el planeta, a excepción de la británica (refiriéndonos en exclusiva a Occidente, restan algunas igual o más ominosas que las aludidas), han reducido su aparato, sus lujos y su poder ejecutivo hasta algunas ser, hoy día, meras decoraciones institucionales.
Sin embargo, nuevas “cortes” políticas han aflorado en sustitución de aquellas. Mandatarios, o aspirantes a serlo, se rodean de una legión de subordinados que tratan de complacer a un máximo dirigente que, pese a haber sido elegido (o aspirar a serlo) democráticamente, se comporta de manera plenipotenciaria.
Siguen existiendo los bufones. Solo que ahora, a algunos de ellos, se les llama comediantes (sin desmerecer un oficio necesario para provocar risas y sonrisas que contrarresten la fragilidad de la vida). Una muestra muy clara de la evolución de las “cortes” la ejemplifica la que rodea a Donald Trump en su intento por volver a la Casa Blanca. Como un rey pasmado, fuera de su tiempo, simple como el mecanismo de un bobo para bebés, se desplaza con un séquito variopinto de personas y personajes que aspiran a obtener réditos personales, si el dirigente alcanza, por segunda vez, su objetivo de entronizarse como presidente del todavía país más poderoso de la tierra.
Uno de esos neobufones, un tal Tony Hinchcliffe (él se denomina comediante), acompaña a Trump en su peregrinación hacia la presidencia. Tony no es considerado necesariamente uno los mejores cómicos de la historia norteamericana, pero mientras tanto le ríe las gracias a Trump y trata de que sus más súbditos que votantes se las rían a él, aunque sus intervenciones comparativas no resulten de lo más afortunadas, ni tampoco de lo más beneficiosas políticamente para las aspiraciones de su rey civil.
La referencia del comediante/cortesano sobre Puerto Rico como “una isla flotante de basura en medio del océano” ha despertado una oleada de malestar, y no solo de puertorriqueños, ante un comentario que, si pretendía resultar gracioso, no solo no lo ha conseguido, sino que quizá haya propiciado que parte de los seis millones de boricuas domiciliados en EE.UU. reconsideren el sentido de su voto, si ese es el adjetivo que les ha puesto uno de los tripulantes de la nave electoral de Trump (solo en Pensilvania, uno de los estados clave, reside un millón de boricuas con derecho al voto).
Políticos como el gobernador Pierluisi o Alejandra Ocasio-Cortez; artistas de primer orden (ellos sí) como Bad Bunny o Jennifer López, sin dejar de mencionar las voces también reputadas de Ricky Martin o Luis Fonsi, han criticado la calificación de “basura” del comediante encargado del humor en el mitin del aspirante a monarca de la democracia.
Si el tal Tony pretendía conseguir risas o sonrisas de su audiencia, obtuvo también las mías, pero rebosadas con el sesgo de la lástima, con el sesgo de la vergüenza ajena, hacia un tipo que, con seguridad, parece desconocer todo o casi todo sobre el pueblo boricua. Su trato de “basura” no me afecta, pero no deja de ser un intento lamentable de ofender a un pueblo cuya presencia en la isla más bella del planeta data de mucho antes de que los Estados Unidos fuesen siquiera un atisbo de país.
Soy boricua, con todas las letras acentuadas, y pese al maltrato al que nos vienen sometiendo nuestros propios políticos y quienes los apadrinan desde el continente, ningún comediante conseguirá que me ofenda por haber descrito a mi isla como “basura”.
Si algo está en el polo opuesto de la “basura” lo es Puerto Rico, porque la “basura” acaba hediendo y lo nuestro, en cambio, siempre huele a sol, monte, mar y arena. Es cierto que nos hallamos desatendidos y que nuestros compatriotas emigran en demasía en busca de progreso, pero recuperar el esplendor y la demografía (uno de mis grandes anhelos) depende en buena medida de nuestras decisiones como pueblo.
Y, además, hay que contextualizar la torpeza electoral de la frase en el humor (o su intento) y no debemos adjudicar a este los mismos límites que las declaraciones formales. Sus claves son otras, su maquillaje otro también y aunque, en ocasiones, irrite, por desafortunado, no deja de ser humor.
Por encima de las simplezas enmarcadas en el probable deseo de sobresalir del humorista entre una manada de cortesanos que tratan, todavía, de ser más bufones que su propio rey, está esa realidad boricua y caribeña de asomarnos a nuestra isla, respirar hondo, oler a mar y a naturaleza, y ser conscientes de que somos uno de esos lugares del paraíso que debemos recuperar entre todos.