No digas que fue un fracaso, Adriana
Prueba del pundonor, del orgullo de patria, de esa dificultad para acceder a las medallas, incluso a los diplomas, lo hemos podido apreciar y sentir con las declaraciones de Adriana Díaz.
Cuando se celebran los Juegos Olímpicos, el sentimiento de patria se solidifica y entran en el torrente sanguíneo admiraciones, incluso devociones emocionales, hacia deportistas que pueden resultar, incluso, desconocidos para la mayoría de la gente por la escasa presencia mediática de su deporte a lo largo de los cuatro años que median entre Juegos.
En París, Puerto Rico ha llevado una delegación de 51 atletas, de entre los que, por número, destaca el baloncesto con 24 representantes de los equipos femenino y masculino, doble comparecencia de nuestro deporte emblema, hito que Puerto Rico alcanza por primera vez en unos Juegos.
Atletismo, lucha, boxeo, vela, arco y flecha, tenis de mesa, judo y natación son el resto de las disciplinas en las que esta patria redoblada de raíces, en estos días olímpicos, presenta competidores.
No hay otro honor más grande para un deportista que obtener una medalla olímpica – mejor si de oro– porque ese dorado abre la puerta a los vidrios en los ojos al compás de los sones del himno nacional que suena en honor del vencedor.
Citius, Altius, Fortius, como lema de los Juegos que desdobla el sentido de ese Altius, de ese “más alto”, cuando el vencedor accede a la cima del podio. Gloria, distinción, bandera, exclusividad, música, lágrimas, orgullo, eternidad, eternidad cuando menos momentánea, hasta que la desmemoria individual o colectiva la minimice.
Y es que, además de a uno mismo, en las mal llamadas Olimpiadas (ese concepto que se suele confundir con el de Juegos Olímpicos), se representa al país; el éxito de cada uno de los deportistas se exporta a una demografía que incrementa su euforia durante las dos semanas largas de duración de los Juegos, una población que, incluso, deja a un lado sus problemas mientras vitorea a los suyos en una transferencia colectiva de patriotismo admirativo.
Llegar a competir en unos Juegos supone un sacrificio, apenas imaginable, para quien no conoce la exigencia del deporte de élite. En no pocas ocasiones, no basta tener voluntad y talento; se requiere un poco de suerte, que las lesiones respeten, obtener la marca cuando corresponde, y clasificarse en los más que difíciles torneos preolímpicos para las modalidades por equipos.
El planeta es muy ancho, la competencia feroz y sumamos más de ocho mil millones los terrícolas diseminados sobre la Tierra, pero solo poco más de diez mil, vertebrados en 206 delegaciones nacionales, han sido los escogidos para acudir a los Juegos organizados en esta edición por una ciudad como París que no es sino un museo urbano inigualable.
Tras cada atleta con presencia en unos Juegos, se esconde un ciclo cuatrienal de sudor, lesiones, tesón, dietas, privaciones, gimnasios, triunfos y derrotas, y la sal de lágrimas silenciosas que no trascienden más allá de las mejillas de cada competidor o competidora.
Prueba del pundonor, del orgullo de patria, de esa dificultad para acceder a las medallas, incluso a los diplomas, lo hemos podido apreciar y sentir con las declaraciones de Adriana Díaz, nuestra única representante en tenis de mesa que se ha visto apeada en octavos de final de la competición por una norcoreana a la que quizá el hermetismo del Régimen de Kim Jong-un la mantenga esclavizada y le exija la obtención de una presea.
Sus lágrimas han conmovido a todos y cada uno de los puertorriqueños, entre los que me incluyo. Resultaba claro que las lágrimas le brotaban de la región de las verdades, allí donde se cocinan la honestidad y la inocencia, allí donde las excusas no existen. No estoy, para nada, de acuerdo en que lo que ella ha tachado de fracaso, de fiasco personal ante sus compatriotas, sea tal. ¿Quién de nosotros figura entre los dieciséis mejores del mundo de cualquier especialidad? ¿Y de los cien? ¿Incluso de los cien mil?
Las redes sociales se han volcado en alentar a Adriana y desmentir lo que ella califica como decepción, pese a que cualquier puertorriqueño deseaba su pase a las rondas clasificatorias, aunque la máxima interesada fuera ella, por igual para ver compensado su trabajo que por el orgullo de representar a Puerto Rico ante el mundo.
Ocurre que algunos fracasos comienzan cuando se delega en dioses de cualquier naturaleza aquello que puede erigir la voluntad y a Díaz le sobraba de esta última; pero también ocurre que las rivales cuentan, y las asiáticas, en particular las chinas, además de también tener voluntad, cuentan con una experiencia acumulada en tenis de mesa que las vuelve poco menos que invencibles.
Te queremos igual, Adriana, cambia la composición salina de tus lágrimas y que las dirija el mismo orgullo patrio que sentimos por ti.