Ganó Maripily, ganamos todos
El licenciado Jaime Sanabria Montañez comenta que la victoria de Maripily "ha puesto de manifiesto que Puerto Rico está deseoso de encontrar motivos para recuperar su autoestima como patria".
Optimismo es ese aspirar a pintar una Gioconda después del desayuno. Derivado de eso, centenares de miles de hogares puertorriqueños han amanecido con tantas copias de la Mona Lisa en alguna de las paredes de sus casas.
Ocurre, para esa proliferación de obras maestras, que una puertorriqueña, Maripily Rivera, ha sido declarada reina absoluta de la cuarta edición del reality show "La Casa de los Famosos" organizada por la cadena Telemundo.
Este galardón, circunscrito en un contexto de frivolidad televisiva, que no está sustentado sobre capacidades intelectuales o creativas (que puede haberlas, y las hay, en cada uno de los participantes), que premia la resistencia, la empatía, la convivencia, el liderazgo y la personalidad de los concursantes, entre otros rasgos del carácter, ha conseguido que la práctica unanimidad de los puertorriqueños olviden, olvidemos, por un día, por dos, durante una semana –lo que dure el efecto “Huracán Boricua”, que así motejan a la ganadora– las penurias propias y las que nos acechan a todos como país necesitado de Giocondas de nueva generación que redecoren Puerto Rico.
Una pandemia de euforia ha sobrevenido en nuestra isla, un manifiesto de campanas jubilosas ha arrinconado los problemas, las carencias, las soledades de cada boricua porque una de las suyas ha triunfado sobre un elenco mayoritario de concursantes iberoamericanos y estadounidenses, y esa preeminencia de Puerto Rico sobre el resto de América en la figura de Rivera ha desatado la aludida euforia colectiva. Una pandemia que, a diferencia de la última y malhadada, todavía cercana en el tiempo, no necesita de tapabocas porque se hace necesario exteriorizar la sonrisa y la expresividad de cada puertorriqueño que presume de ganadora sin velos faciales que la enturbien.
La victoria de Maripily se extiende mucho más allá del propio marco televisivo que la ha acogido y propiciado. La victoria de Rivera: periodista de formación, inteligente, modelo, empresaria, polifacética, mujer a fin de cuentas, ha adquirido la etiqueta de identitaria, de embajadora del orgullo patrio, de símbolo, de grito unificado de una etnia boricua enraizada en la historia. La victoria de Maripily solo fortalece los enlaces emocionales, el sentimiento de pertenencia de los tres millones actuales aproximados de puertorriqueños residentes en la isla y los seis millones, también aproximados, que residen fuera de ella.
La victoria de Maripily Rivera es una señal, una más, de que Puerto Rico se quiere a sí misma como nación, pero también de que aspira a quererse de otra forma, sin velos exteriores, ansiando por recuperar la prosperidad que tuvo y que se ha visto adelgazada por injerencias indeseadas y por una gestión nefasta de una clase política, tan profesionalizada como pasiva, que parecía, y parece, residir más en las nubes que en las calles.
Ayuda al estallido de alegría generalizado las connotaciones vitales y emocionales que envuelven a Maripily. Solo el sobrenombre: Huracán Boricua, ya trasciende más allá de la palabra porque cobra una corporeidad sensorial que lo convierte en imagen, en imagen sonora, en logotipo tridimensional que penetra cada uno de los cinco sentidos.
La dualidad del apodo incide, por una parte, en que pertenecemos a una tierra acostumbrada a los huracanes; hemos sufrido dos de categoría colosal en fechas relativamente recientes y todavía perduran algunos de sus efectos. La segunda palabra revela el gentilicio; somos boricuas hasta la médula y solo nosotros lo somos, nadie más, y eso concede esa distinción identitaria que nos hace únicos.
Ayuda también a la explosión de entusiasmo mancomunado la condición de mujer de la ganadora. Mujer, empoderada, emprendedora, madre, sobrepuesta a las heridas que esta contienda que es la vida le ha deparado y que la han dotado de un empuje que se ha convertido en carisma, incontenible, segura de sí misma (en apariencia, porque cuando nos quedamos a solas con nuestro espejo, siempre nos devuelve alguna fragilidad), proyectando una imagen de entereza que ha posibilitado que una mayoría se identifique con ella.
Ayuda también al estallido conjunto de regocijo nacional la defensa que la propia ganadora hizo a lo largo del desarrollo del concurso de sus marcas, el no achantarse ante las amenazas, el alternar la rotundidad verbal para protegerse de los ataques con la elegancia de dar los buenos días con la voz suave. Y nos ha conmovido, sobremanera, la exhibición permanente de su condición de puertorriqueña orgullosa de serlo.
Sin duda, una estancia prolongada en un ambiente doméstico competitivo desgasta, provoca confrontaciones y se producen situaciones desagradables. Han sido 119 días de confinamiento, voluntario si se quiere, pero confinamiento a la postre, ocho nominaciones para abandonar La Casa y contender contra 26 ocupantes de esa misma Casa que perseguían lo mismo que Rivera: vencer. Pero para vencer se ha hecho necesario sortear un sinnúmero de obstáculos de naturaleza múltiple y eso es algo que solo está al alcance de quienes han hecho de su vida una carrera de fondo sin desfallecer las numerosas veces en las que el recorrido se puso cuesta arriba.
La reacción popular ante el triunfo de Maripily, en algo tan frívolo como un concurso televisivo, solo ha puesto de manifiesto que Puerto Rico está deseoso de encontrar motivos para recuperar su autoestima como patria, que posee la identidad intacta y el entusiasmo regenerador coqueteando con levantarse.
Evoco para epilogar uno de los versos de un poema épico español, “Dios, que buen vasallo si tuviese buen señor”. Porque de eso se trata, de encontrar “buenos señores” que dirijan nuestro país hacia un nuevo horizonte de progreso sin encallar, como hasta ahora, en bajíos.
Gracias, Maripily, por muscular nuestra patria, por procrear Giocondas después del desayuno.