El último selfi
Columna del abogado laboral Jaime Sanabria.
Las redes sociales han ampliado el margen de libertad que tienen las personas para expresarse, pero también el campo para estas cometer errores. Frecuentemente, ocurre que demasiadas personas, llevadas por una exteriorización de su insignificancia vital, construyen un escenario donde crean una realidad alterna para sus vidas, y aunque en una mayoría de ocasiones sus actuaciones son inocuas, en otras pueden llegar a resultar ofensivas.
Cabría catalogar el desenfreno como un exceso de libertad mal gestionada, y como desenfrenadas cabrían de ser catalogadas también las actuaciones recientes sostenidas por un puertorriqueño emigrado a Washington D.C., que se hace llamar el Selfienator, que prestaba sus servicios como empleado de un restaurante de comida puertorriqueña, de nombre QuiQui Catering. Éste, quien no necesariamente se dio a conocer por sus destrezas trabajando en el aludido restaurante, en algunos instantes de su tiempo de ocio, recababa la atención de políticos puertorriqueños desplazados a la capital federal, solicitaba fotografiarse o grabarse con ellos, y los insultaba en el proceso. Cerraba su itinerario subiendo a sus redes sociales cada presunto acto de heroicidad callejera.
El Selfienator, cuyo apodo no puede ser más explícito por sí mismo, gozaba de cierta popularidad por estas prácticas. Se había hecho un nombre entre algunos colectivos reaccionarios de Puerto Rico que aclamaban su valor, su sentido de la denuncia, su atrevimiento en señalar a políticos defensores de la estadidad, fundamentalmente, sin otros argumentos que los generalismos carentes de solidez, demagogia del pueblo que arremete hacia sus dirigentes por el mero hecho de serlo, o por representar unas ideas antagónicas a las suyas.
Pero el Selfienator, héroe para muchos, fue demasiado lejos cuando uno de sus insultos grabados recayó sobre la delegada congresional, Melinda Romero, hija del ya fallecido exgobernador Carlos Romero Barceló, acérrimo defensor de la estadidad de nuestra isla y al que algunos sectores responsabilizan, sin condena firme, con los asesinatos de dos jóvenes independentistas en lo que se conoce como el caso del Cerro Maravilla. Melinda se hallaba en la capital norteamericana, en compañía de su madre, y como parte de sus funciones oficiales, cuando fue abordada y afrentada por el Selfienator.
Profesa el Selfienator una particular inquina hacia los defensores de la estadidad de Puerto Rico y tiene todo su derecho a oponerse a ella, pero con esos modos de obrar, con esas mañas, con ese acoso primero callejero y después cibernético, solo hace exacerbar a otros que, como él, prefieren boicotear a razonar desde una constancia constructiva, dejando de lado la radicalidad. Si pretende luchar por la independencia de Puerto Rico con esas formas, con esas actitudes, con esas disonancias, demasiados de sus compatriotas que pueden defender lo mismo, no se van a identificar con él. Flaco favor le hace al independentismo quien lo gestiona así.
Ocurrió que la empresa lo despidió cuando la gota colmó la copa. Quizá supiera ya de sus acosos con celular en mano, pero el de la hija del exgobernador acabó con la transigencia de los propietarios del restaurante. Entendible a todas luces que cualquier potencial comensal, bien norteamericano, bien puertorriqueño, pudiese abstenerse de aparecer por el local, siquiera por sus inmediaciones, por si un hooligan de sus ideas armado con celular decidiera robar un selfi y deslizar una sarta de insultos si llevaba el pin de la bandera ladeado.
Ahora, el Selfienator, lejos de comprender su condición de persona, entre non grata e incómoda para su ya antigua empresa, va desgañitando por sus redes que lo han despedido por persecución política y pidiendo donaciones y un nuevo trabajo.
El comunicado de la cadena fue de lo más equilibrado: “vino a nuestra atención que un miembro de nuestro personal fue filmado recientemente no solo realizando actos vulgares sino siendo abusivo con palabras. Como eso fue realizado fuera del horario de trabajo y de nuestra propiedad, no determinamos acciones de inmediato. Hoy, este empleado ya no pertenece a nuestra compañía. No aceptamos esa conducta y nos disculpamos si alguna ofensa fue causada en nuestra comunidad”.
No se puede ser más específico, incluso más elegante. El Selfienator no fue despedido por hacer públicos sus ideales, sino por hacerlos de una manera agresiva, siguiendo patrones de conducta rayanos en la imprudencia e intolerancia, ante clientes de QuiQui DC, pasados, presentes y sobre todo futuros.
No pocas empresas poseen códigos para regular el comportamiento externo de sus empleados para que determinadas acciones que pudieran atentar, directa o indirectamente, contra los intereses de la organización puedan ser objeto de aplicación de medidas disciplinarias que pueden acabar, como en este caso, incluso en el despido.
Se trata de gestionar con cautela, de medir las consecuencias de los actos fuera del trabajo y, pese a que algunos achacan a estos códigos de buenas prácticas la coerción de las libertades fundamentales de sus trabajadores fuera del horario y el marco laboral, los mismos se pueden razonablemente aplicar cuando se lesiona la imagen o la buena marcha de la empresa fruto de actitudes individuales poco edificantes.
Y es que el concepto “libertad”, en toda la extensión de la palabra y aplicado a los sapiens, queda reducido a la utopía. Nuestra civilización ha alcanzado tal grado de complejidad que no le es posible al individuo, a ninguno, ni siquiera al mandatario más inexpugnable, ejercer unos máximos teóricos de libertad, máximos que cada uno interpreta desde su óptica. De ahí que regular la libertad para que no colisione contra la de los demás se ha convertido en una constante para democratizar la convivencia.
Somos responsables de nuestros actos en todo momento, fuera y dentro de nuestros centros de trabajo. Y cuando se trabaja para alguien, se debe ser consciente de que nuestro proceder diario no debería afectar los intereses que nuestro empleador propugna para, como dice el refrán castellano, no morder la mano que da de comer.
Lo anterior no implica sumisión, ni servilismo, ni que no se pueda defender cualquier idea, cualquier ideal, pero siempre desde la lógica del respeto y de la razón. Resultaría del todo absurdo –para ejemplificar con un extremo – que un ingeniero de una empresa de lavadoras defendiera en sus canales privados o bien el romanticismo de lavar a mano o bien las virtudes de alguna empresa que sea su competencia. ¿Tiene libertad para hacerlo? Por supuesto. ¿Entraña consecuencias? Por supuesto también.
Anda rugiendo el Selfienator persecuciones que quizá solo estén en su imaginación, pero a la vista de los hechos, parece que él mismo se cavó su propia fosa y, sin que nadie lo haya empujado, decidió lanzarse a ella.
¿Estadidad? ¿Libre Asociación? ¿Independencia? Solo cabe abogar por la voluntad de las mayorías, por la educación continuada y por no agredir al prójimo con las ideas propias.