9/11: Mi asignatura pendiente, 19 años más tarde
La Editora en Jefe de NotiCel, Dennise Pérez, comparte su memoria y una encomienda recibida el 11 de septiembre de 2001.
Era temprano en la mañana y como siempre, al llegar a la redacción encendí todos los televisores.
En ese momento hacía funciones de Jefa de Información en sustitución de la colega Aiola Virella, quien se encontraba en un viaje oficial. Mientras tecleaba con prisa la agenda del día, miré un momento el monitor de CNN. Vi una torre en llamas y me paralicé. La confusión se apoderó de mí y no recuerdo haber hablado, aunque me cuentan que grité. Estaba sola en la redacción con el director gráfico, Jorge Vargas, y nos dividía una pared.
Llamé de inmediato al colega Hiram Martínez que, junto al fotoperiodista Willín Rodríguez, estaba en la ciudad de Nueva York para la cobertura de la pelea de Tito Trinidad contra Bernard Hopkins. Cuando Hiram me respondió, solo dijimos “hola” y vino la gran pausa. La imagen del segundo avión. Estábamos petrificados ante las imágenes, pero el espíritu periodístico de ellos, agudo como pocos, los tenía ya listos para salir a cubrir el momento que cambió el mundo en un instante. Cambió la pelea por un ataque terrorista.
Uno a uno, llamé a los reporteros y le di las instrucciones de cobertura: aeropuerto, La Fortaleza, agencias federales, agencias estatales, todo lo que se me ocurrió. Un equipo maravilloso que dio el mil por ciento. La agenda había cambiado toda, y tuve que manejar una que otra crisis de llanto. Los instintos periodísticos y la pasión estaban todos encendidos, pero también las emociones. Y no era para menos. Yo aguanté mis lágrimas para contener otras. Necesitaba estar en control.
Y llegó la primera llamada. Una madre desesperada me pedía que la ayudara a ubicar a su hija, una joven que trabajaba en una firma de inversiones en el World Trade Center. Trabajaba en el piso 107. Cuando me lo dijo, el corazón se me fue al piso. No había manera de salvarse en ese piso, pero no era mi función decirle eso. Mientras le hablaba y trataba de entender sus palabras ahogadas, agarré mi celular y llamé a mi mamá tapando el micrófono del teléfono del trabajo, “mami, rapidito, te amo”. Y colgué.
Nunca olvidaré el nombre que esa madre, Doña Millie, me dio. Porque me dio como asignación buscarla para ella: Lourdes Jeannette Galleti Díaz, de Peñuelas, 33 años. Me lo dijo como diez veces. Quedé en volver a llamarla tan pronto supiera algo. Sabía que tenía en mis manos una misión imposible. Y le pedí a Dios fuerza para sobrellevar aquella asignatura que me dejaba, nada más y nada menos, que una madre.
En ese momento que colgué y bajé el rostro sobre el escritorio, entró a mi oficina el dueño del periódico para el que laboraba, Gaspar Roca. “Mijita, piensa bien lo que estamos trabajando, que yo te voy a traer ayuda”. No entendí de inmediato de qué era la ayuda.
Entonces llamé de nuevo a Hiram, que comenzó a darme nombres hispanos y números de teléfono para ir identificando boricuas. Porque en ese momento ya la gente colocaba sus búsquedas con fotos en plena calle. Me quedé con la tarea de llamar a todos esos números y antes de colgar le comenté la asignatura que me había dado esa madre. Hiram se fue en una larga pausa. Y le dije: “estás llorando, verdad? Hablamos luego”.
Y después, las llamadas simplemente no pararon. Gente pidiéndonos que los mantuviéramos al tanto, que llamáramos a patronos, que los conectaremos con la Policía en Nueva York. El caos, las emociones… y yo, ni una lágrima. Unas horas más tarde, me llamaron, que por favor detuviera todo lo que estaba haciendo y fuera al pasillo. Estaba el Padre Candelas y comenzamos un círculo de oración. Casi todos lloraban y yo oraba, pero no lloraba, no podía.
Dos días más tarde me estaba montando en un avión junto al fotoperiodista Alan Louk. Estuvimos 21días en Nueva York. No parábamos; funerales, sobrevivientes, misas, entierros, actos oficiales. Era una locura. El olor a cuerpo humano quemado, a cadáver, la tristeza generalizada, la arrogancia neoyorquina minimizada, el silencio, la repentina cordialidad de todos, el orgullo nacional hecho pedazos, la respuesta de la emergencia y el rescate, en el que vimos tanto boricua convertirse en héroe, la cantidad de muertos… la decisión editorial de parar de contar los muertos boricuas para ser solidarios con el dolor.
En 21 días de cobertura nunca me vieron llorar. Nunca. Pero el día antes de regresar a Puerto Rico, escribiendo mi última nota, me agarró un dolor que aún no describo. El último punto de esa historia desató en mí toda las lágrimas contenidas por 21 días. Todas. Cerré la "laptop" y me me metí a bañar. A bañar y a llorar.
Y doña Millie, a ella solo le tuve malas noticias. Lourdes nunca apareció. Su asignatura la tengo enganchada en mi garganta hoy, 19 años más tarde.