Los funcionarios de confianza tienen el deber de mantener un comportamiento que fortalezca, y no que debilite, la función pública.
En Puerto Rico, como en la mayoría de las democracias, los funcionarios públicos de confianza son de libre selección y libre remoción. Sin embargo, esta premisa no exime —ni debe eximir— a quienes ocupan estos puestos de su responsabilidad fundamental: actuar con prudencia, mesura y respeto al orden institucional. La confianza no es un cheque en blanco; es un mandato de conducta.
Los funcionarios de confianza tienen el deber de mantener un comportamiento que fortalezca, y no que debilite, la función pública. El protagonismo excesivo, lejos de aportar, suele invisibilizar la misión verdadera de la agencia que representan. Cuando la figura personal eclipsa la obra institucional, se pierde el norte: la gestión pública deja de ser un servicio al país y se convierte en un ejercicio de imagen individual.
Del mismo modo, las actuaciones que puedan interpretarse como competencias innecesarias entre dependencias o funcionarios crean fricciones que no solo afectan la ejecución administrativa, sino que también envían un mensaje erróneo al país. No se trata de evitar los debates ni las diferencias —inevitables en un gobierno complejo—, sino de canalizarlos dentro de los cauces apropiados.
Es igualmente importante reconocer que las grandes batallas de política pública, aquellas que impactan al gobierno en su totalidad, no deben librarse desde agencias de primer nivel cuyo propósito y mandato responden a funciones específicas. Cada entidad gubernamental tiene su rol, y desviarse de ese rol puede generar desorden y confusión tanto interna como externamente. La máxima sigue vigente: zapatero a su zapato.
Esto no implica restarle capacidad profesional ni mérito a quienes han ejercido posiciones complejas, como es el caso de la exsecretaria del DACO. No hay duda de que cuenta con la preparación y la trayectoria para ocupar posiciones de liderato. Pero incluso los funcionarios más capacitados deben actuar dentro de los límites que impone la estructura gubernamental, respetando las cadenas de mando y los foros adecuados para cada controversia.
La gobernadora, como primera ejecutiva, tiene el deber constitucional de preservar el orden institucional y asegurar que cada dependencia opere conforme a su función. La administración pública no puede convertirse en un escenario donde cada cual libra su batalla personal. La gobernanza efectiva exige coordinación, disciplina administrativa y respeto a los canales establecidos.
Las instituciones se fortalecen cuando sus funcionarios comprenden que su rol no es figurar, sino servir. Cuando se reconoce que la función pública no es una plataforma para proyecciones individuales, sino un espacio donde se ejecutan políticas en beneficio del país. Y sobre todo, cuando se entiende que los conflictos deben atenderse donde corresponden, no donde más visibilidad generen.
Zapatero a su zapato. Y los servidores públicos, a cumplir con el honor y la responsabilidad que el país les delega.
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