El estratega económico William Maldonado compara el desarrollo económico de Estados Unidos con el de China en el último siglo.
La evolución de China hasta convertirse en la principal potencia manufacturera del mundo a menudo se describe como un misterio, como si fuera el resultado de algún código cultural impenetrable o de un diseño autoritario único.
Pero la verdad es menos mística y más concreta: China llegó a ser lo que es porque combinó un liderazgo político basado en la lógica de la ingeniería con asociaciones corporativas que transfirieron los conocimientos de producción más avanzados del mundo a su base industrial. Estados Unidos, en cambio, se había elevado alguna vez mediante audaces inversiones públicas, movilización y planificación industrial estratégica, pero en las últimas décadas cedió estas funciones a corporaciones subordinadas a la primacía de los accionistas y a responsables de políticas formados para litigar más que para construir. El resultado es una divergencia marcada: China utiliza el poder estatal para aprovechar y expandir su capacidad productiva, mientras que Estados Unidos se repliega en la parálisis legalista y la abdicación neoliberal.
En el corazón de la transformación china se encuentra una clase gobernante que piensa como constructora. Cuando Deng Xiaoping impulsó a tecnócratas e ingenieros hacia los rangos superiores del Partido, creó una élite dirigente entrenada para ver la sociedad como un sistema que podía ser diseñado, reestructurado y optimizado. Esta mentalidad produjo la construcción incansable de puentes, aeropuertos, redes ferroviarias y redes energéticas, incluso en provincias pobres como Guizhou. En Estados Unidos, en cambio, la clase gobernante se volvió cada vez más dominada por abogados cuya orientación no era construir, sino gestionar conflictos. En los primeros años de la república y durante el siglo XIX, los abogados adaptaban la ley para hacer posible el desarrollo, pero en el período de posguerra se volcaron hacia la litigación y la regulación, a menudo como una corrección necesaria frente al exceso industrial imprudente. La consecuencia no intencionada fue la parálisis: los proyectos de infraestructura se detenían, los costos se disparaban y la capacidad de imaginar y ejecutar obras públicas a gran escala se atrofiaba.
Esta divergencia en la cultura del liderazgo podría haber permanecido como un asunto abstracto de estilo de gobernanza si no fuera por el papel catalizador de Apple. Cuando Steve Jobs exigió lo imposible: una pantalla de vidrio resistente a rayones en semanas, líneas de ensamblaje que se reconfiguraran de la noche a la mañana, fábricas que pudieran escalar a millones de unidades, el único país capaz de cumplir esas demandas fue China. La razón no era simplemente el bajo salario, sino la economía política que China había diseñado: vastos grupos de trabajadores migrantes despojados de derechos urbanos, flexibles y móviles lo suficiente para desplegarse a gran escala, y un Estado dispuesto a remodelar ciudades enteras para alojar la producción. Apple aportó el conocimiento técnico, pero China aportó el sistema capaz de absorberlo. De esa unión surgió no solo el iPhone, sino la capacidad industrial para fabricar vehículos eléctricos, baterías avanzadas y una interminable variedad de bienes de alta tecnología.
Estados Unidos había encarnado alguna vez esta capacidad de movilización audaz. En la década de 1930, los programas federales construyeron represas, electrificaron zonas rurales y pusieron a millones a trabajar, demostrando que el gasto público podía redirigir recursos ociosos hacia la transformación nacional. En la década de 1940, los consejos de guerra coordinaban fábricas, racionaban bienes y financiaban la producción sin vacilaciones, construyendo el arsenal de democracia que derrotó al fascismo. Tras la guerra, la Ley GI abrió las puertas de la educación superior, el sistema de autopistas interestatales transformó el transporte, y el gasto de la Guerra Fría sembró las industrias aeroespacial y electrónica.
Sin embargo, hacia finales del siglo XX, esta perspectiva dio paso a otra que trataba el dinero público como frágil y peligroso. Los responsables de políticas adoptaron la idea de que cada dólar gastado era una carga para las futuras generaciones, mientras los líderes corporativos se convirtieron en guardianes de la capacidad industrial. Apple, transformada en columna vertebral del ascenso de China, personificó esta abdicación. La empresa invertía en fábricas chinas cada año más de lo que Washington estaba dispuesto a gastar en reconstruir la industria estadounidense. Programas como la Ley CHIPS, presentados como renovación nacional, representaban apenas una fracción de los compromisos anuales de Apple en el extranjero. Mientras China invertía primero y resolvía los desequilibrios después, Estados Unidos temía la inflación y los déficits, permitiendo que la infraestructura se deteriorara y la capacidad productiva migrara al extranjero.
El modelo chino tiene costos. La misma mentalidad de ingeniería que permite construir puentes y fábricas puede conducir a la ingeniería social a gran escala, ya sea en los traslados forzados para la presa de las Tres Gargantas o en los confinamientos de cero-COVID que se prolongaron mucho después de su utilidad. El costo humano de tratar a las personas como unidades de un sistema es real. Pero el modelo chino, al menos, entrega mejoras materiales y el optimismo de un progreso visible. Estados Unidos ofrece derechos y salvaguardas procesales, pero en un sistema donde no se construye nada y la decadencia industrial se acelera, esos derechos se vuelven huecos.
La historia de Apple muestra la trágica intersección de estos caminos. Al perseguir rendimientos para los accionistas, Apple trasladó al extranjero no solo la producción sino también la propia capacidad de producir. Entrenó a la fuerza laboral y a los proveedores chinos a niveles de sofisticación que Estados Unidos ya no posee, mientras dejaba que los pueblos industriales estadounidenses se deterioraran. Washington, operando bajo mitos de escasez y contención, cedió su papel como custodio de la economía. Apple hizo las inversiones; Pekín cosechó el desarrollo nacional; y Washington observó cómo su propia capacidad se erosionaba.
El ascenso de China, entonces, no es misterioso. Es el resultado de un Estado dispuesto a movilizar recursos, guiado por líderes que piensan como ingenieros, amplificado por corporaciones como Apple que transfirieron conocimientos de vanguardia. La caída de Estados Unidos es igualmente explicable: un Estado capturado por el legalismo y los mitos de austeridad, que abandonó su capacidad de gastar y planificar, y entregó la política industrial a empresas con intereses privados más que públicos. La trayectoria de ambas naciones apunta a una verdad fundamental: el poder no proviene de presupuestos equilibrados ni del valor para los accionistas, sino de la capacidad del público para movilizar sus recursos con un propósito colectivo. China lo entendió y construyó; Estados Unidos lo olvidó y declinó.
*William Maldonado es un inversionista independiente y estratega económico con experiencia en finanzas gubernamentales y tecnología de la información.
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