Gravar a los ricos no se trata de financiar programas, sino de cambiar de dirección, atenuar la especulación y aflojar el control del consumo de las élites.
Cuando una pequeña fracción de los hogares, aquellos que ganan alrededor de $275,000 o más, representa la mitad de todo el consumo, la economía deja de ser un sistema de producción e intercambio compartido. Se convierte en lo que llamo una plutonomía, un circuito unilateral donde los ricos compran, las empresas atienden sus deseos y el empleo sigue en su estela. En apariencia, las cifras pueden parecer sólidas, pero bajo ellas se oculta una economía curvada alrededor de la demanda de las élites.
Un arreglo así no puede sostenerse por mucho tiempo. Cuando la demanda se concentra entre los ricos, se vuelve peligrosamente frágil. Un cambio de gustos, un choque financiero o un giro hacia los activos en lugar de los bienes puede provocar efectos en cascada sobre la producción y el empleo. El capital fluye hacia los mercados de lujo y los activos especulativos en lugar de dirigirse a las industrias y servicios que sostienen la estabilidad general. El resultado es un desequilibrio permanente, salarios estancados para la mayoría y altas ganancias para quienes sirven al consumo de las élites. La economía se vuelve cada vez más dependiente de los hábitos de unos pocos.
Esa dependencia se derrama en la política. Cuando el gasto de las élites parece impulsar el crecimiento, su poder político crece con él. La política comienza a girar en torno a sus intereses, moldeando códigos fiscales, regulaciones e instituciones para servirles. La rendición de cuentas democrática se debilita, la confianza se desvanece y la división se profundiza. La cultura misma absorbe la lógica de la plutonomía. El estatus pasa a medirse en jets privados y activos de trofeo, y la imaginación colectiva se aleja de la provisión compartida para imitar vidas que la mayoría nunca vivirá.
Muchos responden a la plutonomía pidiendo que se aumenten los impuestos a los ricos. A primera vista esto parece justo, pero como estrategia principal pierde el punto esencial. Hace que el progreso social dependa de la disposición de las élites a cumplir, dejando el futuro de la sociedad como rehén de su consentimiento. Incluso los impuestos más altos no pueden deshacer una economía ya configurada en torno a su consumo. La redistribución puede aliviar la desigualdad, pero no puede cambiar las estructuras subyacentes que dirigen el capital hacia la especulación y el lujo en lugar de hacia el empleo y la producción. Sin una reforma más profunda, la plutonomía se recrea a sí misma, y la tributación se convierte en un acto defensivo en lugar de una transformación.
No debe confundirse la tributación con la manera en que un gobierno obtiene dinero para gastar. Un gobierno con su propia moneda siempre tiene los medios para movilizar recursos. El verdadero propósito de los impuestos es moldear la distribución, contener el exceso de demanda cuando sea necesario y limitar las formas destructivas de riqueza y poder. Grabar a los ricos no se trata de financiar programas, sino de cambiar de dirección, atenuar la especulación y aflojar el control del consumo de las élites. Esto libera espacio en la economía real para las prioridades públicas y la demanda compartida. La tributación importa, pero no es el motor del cambio.
Escapar de la plutonomía significa reequilibrar la demanda, la producción y el empleo desde la base. Debemos construir una economía que no dependa de los apetitos de las élites, sino de la capacidad compartida y la seguridad colectiva. Una garantía federal de empleo puede proporcionar salarios estables y demanda sostenida, anclando el poder de negociación de los trabajadores. Servicios universales como el cuidado infantil, la salud, la vivienda, el transporte y la educación pueden liberar a los hogares de la inseguridad y redirigir el consumo hacia bienes que sirvan a la mayoría. La banca pública y los presupuestos participativos pueden democratizar la inversión, dirigiendo el dinero hacia la industria, la infraestructura y la vida comunitaria en lugar del lujo y la especulación. La aplicación de las leyes antimonopolio y la reforma corporativa pueden romper el rentismo y vincular las ganancias con la producción y los salarios. La política industrial puede conectar la contratación pública con la manufactura duradera y la descarbonización, extendiendo el crecimiento más allá de los enclaves de riqueza.
Estas medidas se refuerzan entre sí. El empleo público sostiene la demanda, la inversión pública amplía la capacidad, los bancos públicos mantienen el crédito fluyendo donde se necesita y las reglas de contratación transforman las industrias desde la base. La tributación complementa este sistema al contener burbujas y limitar la concentración de riqueza, no financiando el esfuerzo, sino legitimándolo. El objetivo es orientar toda la estructura de la economía hacia la prosperidad compartida.
La historia demuestra que esto puede lograrse. El Nuevo Trato no esperó el permiso de los ricos. Creó empleos directamente, reconstruyó infraestructura y estableció sistemas de seguro social que estabilizaron los ingresos de los hogares y generaron poder adquisitivo masivo. La Segunda Guerra Mundial profundizó este enfoque, garantizando el pleno empleo y alineando la producción privada con la necesidad pública. Los bonos de guerra no pagaron la guerra. Absorbieron el exceso de demanda y vincularon el ahorro privado a un proyecto común. Lo que surgió fue una clase media construida mediante una acción pública deliberada, no por el consumo de las élites.
La plutonomía sobrevive gracias a la ilusión de que los deseos de unos pocos pueden sostener el bienestar de muchos. No puede hacerlo. La verdadera prosperidad nunca surgirá de complacer a quienes ya están desbordados de riqueza. Nacerá de la decisión colectiva de reconstruir la economía sobre la base de la seguridad compartida y el propósito público.
La democracia no se restaurará mediante la fe en los mercados, sino mediante la fe en el bien común.
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