Medidas amplias o mal focalizadas suelen provocar represalias, encareciendo exportaciones y desestabilizando cadenas de suministro.
Los aranceles suelen presentarse en términos estrechos: un impuesto para recaudar dinero, un escudo para industrias en apuros o una forma de achicar déficits comerciales. Y cada vez que aparecen en debate, vuelve el fantasma de la Ley Arancelaria Smoot-Hawley de 1930. Entonces, los aranceles masivos provocaron represalias, frenaron el comercio y profundizaron la Gran Depresión.
Pero la economía de hoy es distinta. Con tensiones crecientes entre Estados Unidos y China y cadenas globales de suministro cada vez más frágiles, la verdadera pregunta es si los aranceles pueden usarse de manera responsable para fortalecer la resiliencia sin repetir los errores del pasado.
Aplicados con cuidado, los aranceles pueden dar oxígeno a las industrias nacionales. La idea no es proteger empresas fallidas para siempre, sino darles espacio para modernizarse y competir. Un arancel selectivo sobre paneles solares importados, por ejemplo, podría ayudar a desarrollar una industria local de energías renovables – especialmente si se combina con inversión en tecnología y capacitación laboral. Reorientar la demanda hacia productos nacionales genera empleo, activa fábricas y reduce la exposición a shocks externos.
Los aranceles también pueden servir como herramientas de seguridad nacional. Sectores como los farmacéuticos, los semiconductores o los minerales estratégicos son demasiado importantes para depender totalmente del exterior. Protegerlos no se trata tanto de equilibrar la balanza comercial como de garantizar que el país pueda responder en una crisis sin depender de embarques extranjeros.
Pero los aranceles no son una varita mágica. Mal diseñados, se vuelven en contra. Medidas amplias o mal focalizadas suelen provocar represalias, encareciendo exportaciones y desestabilizando cadenas de suministro. También pueden disparar precios al consumidor, golpeando más fuerte a las familias trabajadoras, e incluso alimentar la inflación si afectan a insumos clave como la energía o los microchips. Si se mantienen indefinidamente, corren el riesgo de sostener industrias débiles que nunca se adaptan. Y cuando se usan como maniobra política de corto plazo, el daño puede superar cualquier beneficio.
La lección de Smoot-Hawley es clara: los aranceles fracasan cuando son amplios, permanentes y desvinculados de una estrategia. La vía inteligente es aplicarlos de forma limitada y temporal—enfocados en sectores críticos, vinculados a la inversión en trabajadores y diseñados para ampliar capacidades, no para levantar muros. Y si elevan precios, los gobiernos deben amortiguar el golpe con apoyos salariales o subsidios para que no recaiga en los hogares.
Los aranceles no resolverán todos los problemas, pero usados con cuidado pueden ganar tiempo, proteger sectores clave y hacer a las economías más resilientes. El reto es evitar que se conviertan en un arma burda de proteccionismo. Bien empleados, son una herramienta de estabilidad en un mundo volátil. Mal empleados, un costoso truco político.
*William Maldonado es un inversionista independiente y estratega económico con experiencia en finanzas gubernamentales y tecnología de la información.
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