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Hipopótamo: el vértigo de las causas y de los efectos

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El licenciado Víctor García San Inocencio comparte sus memorias de juventud en El Hipopótamo

Tienen solera los lugares a los que sólo el tiempo y la visible e invisible huella humana aportan.

Al Hipopótamo voy desde siempre. Antes de entrar a la Universidad — rozando los dieciséis— me gané en un concurso televisivo de esos donde uno cree ingenuamente ser sabio, si conoce cuál es la capital de Nepal, un curso sabatino de lectura veloz, estudio y memoria.

Peatón empedernido como fui hasta los 25 años, la transportación pública y raramente el pon eran mi salvación, cuando no, el carrito de San Fernando, para las nuevas generaciones adictas a los carros, se le decía así, socarronamente, «un ratito a pie y otro andando».

Todo joven que «se respetara» quería tener su carro, si posible, propio. Aquellos con mejores medios lo daban por descontado al graduarse de escuela superior. Otros, tenían que trabajar, para con su magro salario juvenil dar el pronto y seguir atado a un pago mensual, o lo conseguían de segunda mano, medio destartalado —a lo Pierluisi— pero carro propio al fin. No tuve, ni siquiera un cacharrito.

Acostumbrado desde niño a visitar Río Piedras, la Universidad y el Viejo San Juan, por guagua y lancha, no me molestaba. Además, la libertad de no deber, la tranquilidad de que no me lo fueran a llevar y un cierto distanciamiento de las artes mecánicas me mantuvieron a distancia de ese grillete que todavía hoy es el vehículo de motor. Debido a ello, quizás, al Hipopótamo llegué relativamente tarde, cuando comencé este curso sabatino en un lugar que se llamaba ILVEM. Si tenía sed tomaba ese champán estadounidense vilipendiado, que todavía no se anunciaba, como «la chispa de la vida», la Coca Cola. Sólo si sobraba menudo, las tostadas eran un buen «resuelve».

Aunque se podía pedir por una ventanita que supe estaba abierta de noche, había donde sentarse y descansar los brazos en un mostrador que fue creciendo, junto a mesitas en un confinado espacio al cual se añadieron también otros compartimientos. Quizás algo de hacinamiento contribuía a que las conversaciones fuesen encubiertas o deliberadamente colectivas. Me fijaba en quienes llevaban libros, seguramente universitarios, en los títulos y autores, en el vocabulario refinado, en los temas a los que atendía y no entendía. El Hipopótamo era como una cueva de alfabetización a los dieciséis años, diferente a las librerías donde no se podía saciar la sed, ni comer algo. Mucha gente iba, y medio siglo después llega a buscar las croquetas que nunca me gustaron.

Para un peatón solitario, todavía adolescente, el espectáculo de las universitarias enriquecía el acervo magro del también ratón de biblioteca. Las modas cambiaban, los influjos jipitones se hacían notar junto al pelo largo de los varones y a veces corto de las chicas. Era todo un mundo de cadencias distintas, para nada decadente, distinto al criterio del párroco a mi modo de ver.

No tendría el pelo largo como hasta dos años después, no porque no creciera, sino porque me iba a recortar puntualmente con el mismo barbero desde la niñez quien no se complicaba la vida, hasta que me llevaron un día a Chez Martell en la Avenida Central o Piñero, donde hombres y mujeres —-recuerden la estructura binaria del pensamiento— asistían para escándalo de algunos al mismo establecimiento.

En el bachillerato poco después, las visitas al Hipopótamo venían dictadas por cuestiones presupuestarias, lo mismo que en los siguientes tres años en Derecho. Sólo que entonces íbamos a veces tardísimo como parada obligada antes de nuestras incursiones estudiantiles leguleyas a la Sala de Investigaciones, aquella otra universidad donde llegaban los arrestados, algunos malhechores y otros condenados de la tierra a escuchar casi siempre la determinación de «causa probable» seguida del probable pasaje por falta de medios para prestar la fianza, que los conducía a la cárcel.

Los estudiantes de Derecho no teníamos ninguna razón oficial para estar allí de madrugada, pero el deseo de aprender y quizás la profunda ingenuidad de este puñado que éramos, conmovía a los jueces, quienes nos dejaban presenciar las vistas de regla 6 —de causa probable para el arresto— y hasta interrogar a los testigos presentados, generalmente policías, muchos de los cuales recalaban también en el Hipopótamo a la salida del Tribunal. El café y el bizcocho de limón eran nuestro premio cuando íbamos a la salida.

Alguna vez, algún juez determinó «no causa» y salimos con aire triunfal de allí. Nada como estas y otras aventuras de ser estudiante siempre presencial, ni de los profundos y sinceros lazos que se creaban. El Hipopótamo nuevamente azotado por la delincuencia —esta vez por el secuestro de tres personas y la muerte de un joven adolescente— me evoca todos estos recuerdos gratos, y muchos otros de mi vida adulta.

Aunque por años hice del extinto Café Valencia mi lugar de cenar casi cada noche, siempre solía pasar también por el Hipopótamo, repleto de conocidos y amigos de todas las décadas. Una pena que estos lugares que adquieren afectivamente tanto significado, estén desapareciendo. Las generaciones de los «fast foods», no tienen idea de lo que se han perdido. Comer, no es simplemente comer; si no se puede cenar en casa, cenar entre amigos de alguna manera es como estar en familia.

A menudo observo ese anfiteatro de tantas lecciones que es el tapón. Muchos van solos en sus vehículos. Pareciera que cuanto más se necesita por razones económicas y ambientales, el ofrecer y brindar «pon» ha desaparecido. Es como si la vida programada, con obsolescencia programada detestara el humano encuentro que nos enriquece. No en balde, pareciera que cada vez todos somos más extraños, que se nos está disolviendo el prójimo junto con la deshilachada convivencia.

El secuestro de Juan, de su nieto (QEPD) y de su sobrino —mi oración, afecto y solidaridad está con ellos y su familia— nos ha golpeado a todos muy fuerte de distintas maneras. Amplio testimonio se ha dado en los medios. Se laceran las vidas, se violenta una de nuestras casas, se nos hace a todos más vulnerables, o más conscientes de que lo somos, mientras se teje en la rueca un telar disímil, desigual e injusto, que nos coloca azarosamente en el vértigo de las causas y de los efectos.

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