Debemos medir el comercio por lo que obtenemos, no por lo que damos.
El 27 de abril de 1978, Milton Friedman ofreció una conferencia en la Universidad Estatal de Kansas titulada “Libre comercio: productor versus consumidor”. En ella, hizo una observación sorprendente.
«La ganancia del comercio exterior es lo que importamos. Lo que exportamos es el costo de obtener esas importaciones. El objetivo adecuado para una nación… es organizar las cosas de modo que obtengamos el mayor volumen posible de importaciones por el menor volumen posible de exportaciones».
Friedman señalaba una verdad antigua, pero a menudo olvidada que se remonta al menos a Adam Smith: no producimos por el simple hecho de producir. Producimos para consumir. Los bienes que importamos son las verdaderas ganancias del comercio: los alimentos, la ropa, la tecnología y los materiales que sostienen y mejoran nuestras vidas. Las exportaciones son el precio que pagamos para obtener esas importaciones.
Sin embargo, el debate dominante sigue invirtiendo esta lógica. Se nos dice que un “balance comercial favorable” significa exportar más de lo que importamos, como si agotar nuestros propios recursos fuera inherentemente una victoria. En términos domésticos, sería como celebrar cuando envías más bienes de los que recibes. Desde el punto de vista del bienestar, eso no es ningún “favor”.
Visto a través de la lente de los recursos, el principio es simple: si envías bienes al extranjero, no puedes usarlos tú mismo. Ese es un costo. La única razón para asumirlo es obtener cosas que no puedes producir en casa, ya sea porque careces del conocimiento, la tecnología o la capacidad para fabricarlas de manera asequible. Por el contrario, las importaciones amplían la gama de lo que puede consumirse o utilizarse como insumos para una producción adicional.
Esta lógica se aplica incluso en economías con una producción manufacturera significativa. En Estados Unidos, por ejemplo, exportamos automóviles, aeronaves, maquinaria, semiconductores y productos farmacéuticos. Algunos críticos podrían argumentar que exportar estos bienes favorece más al consumo extranjero que al beneficio doméstico, pero la realidad básica sigue siendo: estas exportaciones representan recursos internos—mano de obra, materiales y capital—que podrían utilizarse en el país. Elegir exportarlos significa renunciar a usos alternativos dentro del país, ya sea para consumo, producción adicional o inversión. Ese uso renunciado es el verdadero costo de exportar.
Esto no significa que Estados Unidos deba abandonar la producción interna. Existen razones legítimas para preservar o desarrollar ciertas industrias. Sectores estratégicos—como los semiconductores, la energía y la manufactura esencial—son vitales para la seguridad, la innovación y la resiliencia. Pero la obsesión por “ganar” un superávit comercial a menudo distorsiona la política, fomentando aranceles, proteccionismo y estrategias industriales que se enfocan más en la apariencia que en el bienestar de los estadounidenses.
Los balances comerciales se discuten con demasiada frecuencia en términos de competencia: superávits como victorias, déficits como derrotas. Pero esa retórica oculta una verdad simple: las importaciones son los beneficios del comercio, y las exportaciones son los costos. El desafío no es “ganar” exportando más, sino asegurar los bienes y servicios que mejoran el bienestar colectivo mientras se mantiene la capacidad interna donde realmente importa—para la seguridad, la innovación y la resiliencia.
Debemos medir el comercio por lo que obtenemos, no por lo que damos. Si el objetivo es una economía más fuerte para los estadounidenses, el enfoque debe estar en el acceso a bienes, empleos de calidad y capacidad interna resiliente, no en balances arbitrarios que suenan impresionantes en el papel.
*William Maldonado es un inversionista independiente y estratega económico con experiencia en finanzas gubernamentales y tecnología de la información.
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