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Un país que se las trae

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Columna de opinión de Víctor García San Inocencio

Tenemos un país que se las trae. Más de medio milenio fraguándose en esta lengua en la que escribo; cociendo una manera de ser, su sistema de valores, y una cultura, vista hoy desde su hermosa y negada diversidad; y compartiendo una historia accidentada y desfigurada. Miramos al mundo con una especie de picardía semi socarrona —un cierto modo de mecanismo de defensa— que nos permite declararnos diferentes de otro modo. Muy pocas personas se sienten superiores al prójimo, aunque los que así sienten, se refrenan de manifestarlo. Nuestro orgullo por ser parte de lo que nos identifica, de nuestra identidad, resulta las más de las veces exagerado, como pasa con las fumarolas por donde brota el vapor producto de la opresión. En cambio, no es un orgullo que se plante sobre instintos de superioridad o supremacía, ni que niegue la dignidad de toda persona y del género humano.

El colonialismo nos hace muecas, nos desfigura, y todavía, a pesar de haber recibido sus embates que ya exceden cinco siglos, no lo comprendemos plenamente. Hasta hace poco, muchos negaban que existiera. Está en su naturaleza que la metrópolis nos mantenga ofuscados, divididos y abatidos. Somos sin embargo, desafiantes a nuestro modo. Una alegría rebelde se manifiesta como casi la única forma de resistencia. Somos portadores de una complicidad colectiva, que nos hace a nuestro modo preferirnos. Se trata de una seña de identidad. Llamamos «conocido» a alguien a quien hemos visto en una fotografía, y amigo, a quien tomó el desayuno en la mesa que estaba al lado ayer. A los amigos los llamamos hermanos , y a éstos, no encontramos a veces cómo llamarlos.

Es nuestra forma de ser que es incomprensible para el invasor. Tiene raíces antiquísimas en nuestro modo de componernos ante el autoritarismo, la injusticia, la desesperanza, el aplatanamiento, la búsqueda, el saber caer y levantarse, el éxodo económico forzado y la añoranza del retorno.

Nuestro concepto de la felicidad es algo flexible. Acostumbrados como estamos a ser pisoteados, y a que nos manden de lejos personas que no conocen, ni comprenden nuestra manera de ser, esperamos por un mejor momento sin asumir grandes riesgos. Ahí late la rebeldía, el malestar y el resquemor con una engañosa pasividad que parece calma. Quienes «quieren ser como el otro», como «el americano», no alcanzan a comprender que aquel otro indiferente, no quiere ser como nosotros; y que demasiados allá rechazan con sus razones esa pretensión.

Lo que se tiene en común con aquellos «americanos» es una ciudadanía estadounidense que permite llevar el mismo pasaporte —ambos somos pasaporte habientes— y el hecho de que trasladados a suelo estadounidense podemos cambiarnos de uniforme ciudadano y «aspirar» entre comillas y letras sombreadas, a esperar o luchar por tener otros derechos. Esperar y luchar se pagan comoquiera muy caros. La espera se paga mientras se sufre el vejamen del discrimen y de la indiferencia, mientras que la lucha, puede ser peligrosa. El precio de alquiler del uniforme de ciudadano es muy alto, mayor en una que otra región; más intenso según los tonos del color de nuestra piel, y de nuestra insistencia de hablar y hasta soñar en nuestro idioma, y de ser como somos.

Allá, la asimilación paulatina luego de varias generaciones se convierte en un medio ante la necesidad de sobrevivencia o de mayores oportunidades. Acá, la asimilación se convierte en un vehículo de oportunismo, busconería, negación e inautenticidad. Los que predican y promueven la asimilación acá, consiguen votos a base del miedo y de pintar paraísos que contrastan con lo vivido por los emigrados puertorriqueños allá. El mito de la democracia estadounidense cada vez más se les revienta como un globo, pero antes, ese globo vuela a la deriva de los vientos y del pésimo timón de los traficantes de influencias que no pueden explicar por qué los EEUU manchándose, siguen imponiendo un régimen colonial a los puertorriqueños.

Nuestro grado de felicidad colectiva por decir lo menos, es conflictivo. Lo colectivo tiene que atravesar por un anestesiamiento que lo convierte en absolutamente individualista. No podemos ser puertorriqueños plenos, porque se nos ha despojado de nuestra capacidad de mandarnos, de poder ser plenamente en el orden colectivo. Ese subdesarrollo —sistémicamente nutrido por el crimen colonial— es la hipoteca mayor, pues deviene para muchos en una especie de impotencia, y tristemente en un sentimiento de inferioridad.

El individualismo, forma errada de perderse en el universo, cuando no tiene cometidos superiores de solidaridad y fraternidad, tiene rienda suelta absoluta en nuestra Patria. Para muchos es la única manera de salvarse, o de no echarse a perder, lo que está perfectamente a tono con la ideología neoliberal que convierte a la avaricia y al egoísmo inhumano en los motores del capital y de su historia.

Pero aún con todo lo descrito, acude a nuestro rescate —y no es mistificación— esa manera de ser puertorriqueña, impregnada en el lenguaje, en los símbolos, en la cultura, y, en el sentido isleño y extra insular del espacio y del tiempo. Hornearnos aquí, durante al menos quince generaciones y allá ya casi cuatro, dentro de la debilidad y las adversidades, nos ha hecho fuertes. A muchos, los ha hecho acaso más jaibas que inteligentes, o digámoslo mejor, ha hecho que prevalezca la jaibería, a pesar de la inteligencia contenida.

Hay un peligro muy grande que acecha con más fuerza que nunca: el de la inequidad juntada a la disgregación. La inequidad que es fruto de la explotación, el discrimen, el abandono y el empobrecimiento de tantos, sumada al descuido de la educación. La disgregación que nos aparta y nos hace sentir menos prójimos por y para el prójimo. Hay por otro lado, valores superiores del espíritu que afloran a plenitud en momentos de embates naturales y sociales, y en la práctica de la fraternidad cotidiana de tantos.

Los hermanos educadores Cordero Molina y nuestros abolicionistas del siglo diecinueve; nuestros trabajadores agrícolas e industriales locales y migrantes; nuestras madres, tías, tíos y abuelas, y la familia extendida de siempre; nuestra resistencia y protesta ante la injusticia y al discrimen, todo ello, es una reserva y tesoro enorme que debe darse más a conocer y cultivarse. Es necesario que se resalten los llamados triunfos individuales de las celebridades, pero las muchas luchas y victorias diarias de bien en nuestras comunidades y hogares son la verdadera reserva moral que debe ser difundida ampliamente.

El nuestro es un país que se las trae, que tiene defectos y un mundo por edificar, pero está hecho principalmente de gente buena, de boricuas nacidos aquí, allá y de quienes nacerán hasta en la luna. Podemos y podremos, y con esperanza venceremos.

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