Puerto Rico vive una emergencia de seguridad pública. Lo sabemos. Lo repetimos. Pero el hecho de que lo hayamos normalizado no lo hace menos alarmante.
Esta semana, un nuevo asesinato en Yauco estremeció la conciencia colectiva. Otra vida arrebatada, otra familia destrozada, otra comunidad marcada por la violencia. Y sin embargo, todo continúa como si nada.
En este caso, se trató del asesinato de un joven en medio de lo que aparenta ser una disputa violenta con características de ejecución. Una escena fría, brutal. El tipo de crimen que ya no nos sorprende. Y ahí está el verdadero problema: nos estamos volviendo insensibles.
La criminalidad en Puerto Rico no distingue pueblo, clase social ni edad. La violencia no solo ocurre en los puntos de droga. También se manifiesta en nuestras carreteras, en los hogares, en los espacios públicos.
Las causas son muchas: desigualdad, impunidad, narcotráfico, falta de acceso a servicios de salud mental, desconfianza institucional. Pero todas apuntan a una misma consecuencia: una ciudadanía indefensa, con miedo, y en muchos casos, resignada.
Las autoridades reaccionan con promesas de planes estratégicos, patrullajes, operativos, rondas preventivas. Y aunque reconocemos que hay policías comprometidos y comunidades organizadas que sí están haciendo su parte, los resultados no se reflejan en una percepción real de seguridad. No basta con estadísticas ni comunicados.
La gente quiere sentir que puede salir a caminar, que sus hijos pueden jugar afuera, que no van a perder la vida por estar en el lugar equivocado, a la hora equivocada.
Puerto Rico necesita una política pública de seguridad que mire más allá de las patrullas y se enfoque en prevención, en rehabilitación, en educación y oportunidades. Necesitamos una estrategia que no dependa de cambios de administración, sino que trascienda el ciclo electoral. Y sobre todo, necesitamos volver a creer que este país puede ser un lugar seguro para vivir.
Cada asesinato es una tragedia. Pero también es una oportunidad para decir “basta ya”. No podemos seguir normalizando lo inaceptable. El miedo no puede ser la norma.
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