Tres puertorriqueños en la diáspora reflexionan sobre la distancia emocional y el desencanto que sienten ante una crisis sociopolítica y económica.
Archivo/NotiCel
Por años, la migración puertorriqueña ha dejado una huella profunda que se mide no solo en cifras, sino en emociones.
En el 2025, Puerto Rico continúa atravesando una crisis múltiple: el aumento rampante de la violencia, el encarecimiento del día a día, la desconfianza institucional y una sensación generalizada de agotamiento social. La inflación aprieta, los apagones persisten, los salarios no se atemperan a las necesidades y las promesas de reforma se disuelven entre pugnas partidistas.
En medio de esa realidad, muchos jóvenes que partieron en busca de oportunidades observan desde la distancia un país que parece repetir los mismos errores sin lograr sanar sus heridas.
Desde Düsseldorf, Alemania, Jairo Ramírez Torres observa a Puerto Rico con la nostalgia de quien quiere regresar, pero con la lucidez de quien reconoce las barreras.
“Me llama la atención principalmente los temas que afectan el diario vivir, como la economía, la política, los eventos climáticos y la red eléctrica”, explicó.
Sin embargo, Jairo admite que las noticias suelen provocar más frustración que esperanza.
“Pocas noticias me causan esperanza… suele ser más común la frustración al leer noticias que alejan más las posibilidades de jóvenes como yo de regresar sin comprometer nuestras posibilidades profesionales o financieras.”
Aun así, Jairo no descarta del todo la posibilidad de regresar a la tierra que le vio nacer.
“Dan ganas de regresar cuando uno lo mira desde la perspectiva de tratar de aportar a que las cosas cambien. A la misma vez, ver noticias de corrupción me hace pensar que es imposible cambiar las cosas en un sistema como ese. Me encantaría poder volver sabiendo que puedo tener una vida y carrera plena en mi país.”
Allí en Alemania —donde dice ver “muchas cosas que funcionan como deberían funcionar en Puerto Rico”—, el joven de 25 años compara con cierta tristeza la eficiencia de su entorno actual con la precariedad que escucha desde la distancia.
Al otro lado del mundo, en Baltimore, Maryland, Érika Serrano Díaz experimenta un tipo distinto de desarraigo.
En su testimonio se percibe una mezcla de tristeza, enojo y resignación: “Lo que más me llama la atención últimamente es la violencia: los feminicidios, los suicidios, la falta de justicia. Me frustra, me da tristeza, me da miedo. Siento que Puerto Rico ya no se siente tan seguro como antes.”
Las noticias, para Érika, no son simples titulares: son recordatorios de una realidad que la empuja a mantenerse fuera de su país natal.
Érika lleva ya cinco años fuera de Puerto Rico y, por lo pronto, no ha contemplado, ni contempla regresar.
“Realmente no pienso volver. Me fui buscando oportunidades en farmacología e investigación biomédica, y sinceramente pienso que si quiero crecer profesionalmente y tener estabilidad económica, aquí en Estados Unidos es donde me conviene. Me da tristeza porque es mi gente, mi familia, mi Isla… pero no pienso que quiera volver.”
Su diagnóstico sobre el país es uno sin adornos: “Puerto Rico está estancado, va para atrás. Pisa y no arranca. Es triste, porque es un lugar con todo para ser ideal, pero el gobierno está fatal, la economía peor, y aunque uno lo ame, cada vez se siente más difícil querer regresar.”
Lo resume con una frase que carga más melancolía que enojo: “Puerto Rico ya no es el mismo, y no cambió para bien.”
De vuelta a Europa, en Madrid, Karla Encarnación Ramos aporta una mirada más estructural, pero igual de dolida. Graduada en periodismo deportivo y actualmente radicada en la capital española, describe con precisión el deterioro que percibe desde la distancia.
“Cuando escucho o veo noticias sobre lo que pasa en Puerto Rico, lo que más me llama la atención son los temas relacionados con el gobierno, la economía, la seguridad, la infraestructura y el abandono general del país. Todo parece una cadena de promesas rotas y malas decisiones que han afectado directamente la calidad de vida de los puertorriqueños.”
Su tono es crítico, pero empático a la vez.
“Es doloroso ver cómo una Isla con tanta riqueza cultural, natural y humana sigue atrapada en un sistema ineficiente que no responde a las verdaderas necesidades del pueblo”, expresó.
Para la boricua en Madrid, el deterioro de los servicios esenciales refleja el mismo patrón de abandono: “La electricidad no es un lujo, es una necesidad básica. Desde el huracán María, lo único constante ha sido la inestabilidad y el abandono, y el gobierno no ha hecho nada real para resolverlo.”
Asimismo, menciona la crisis en el sistema de salud: “Muchos médicos se ven obligados a emigrar porque los sueldos en la isla no les permiten vivir dignamente. Ver cómo los hospitales se quedan sin personal y los pacientes esperan por horas o días duele profundamente.”
Karla subraya, además, que la emigración de su generación es síntoma de un país fracturado.
“Cada año son más los jóvenes que se van porque no encuentran las oportunidades que merecen. No hay estabilidad económica, los empleos son mal pagados y las condiciones laborales no incentivan quedarse. Ver cómo tantos talentos se tienen que ir de Puerto Rico para sobrevivir refleja el fracaso estructural del sistema político y económico de la Isla.”
A eso se suma, dijo, el miedo a la inseguridad y la indignación ante los feminicidios.
“Como mujer, da miedo pensar en regresar y no sentirse segura en mi propio país.”
Su reflexión final trasciende la distancia geográfica. Karla dice que “Somos un archipiélago utilizado para fines políticos y estratégicos, pero sin soberanía real ni voz propia. Estados Unidos se beneficia de nuestras tierras mientras el pueblo sufre la desigualdad, el desempleo y la falta de oportunidades».
«Amo mi país, pero me duele ver cómo todo sigue deteriorándose», añadió.
Karla resume su sentir en una sola frase: “Siento una profunda tristeza y amor por mi Isla, porque aunque sigo creyendo en mis puertorriqueños, duele ver cómo la están dejando morir sin darle la oportunidad de levantarse.”
Entre los tres testimonios —desde Alemania, Estados Unidos y España— se dibuja una generación dividida entre el cariño y la decepción, entre el deseo de regresar y la necesidad de mantenerse lejos. Coinciden en algo esencial: el amor por Puerto Rico no se extingue, pero se vuelve más complejo. Desde lejos, los jóvenes puertorriqueños siguen pendientes, aunque entre la nostalgia y el coraje se filtra una sensación de impotencia.
La idea de regresar se convierte en un dilema moral y práctico: ¿cómo reconstruir un país que parece cansado de intentar levantarse?
En el presente, mientras Puerto Rico enfrenta una inflación asfixiante, un éxodo juvenil sostenido y una crisis de confianza en sus instituciones, las voces de la diáspora funcionan como un espejo.
Desde Europa o América del Norte, los testimonios revelan no solo la distancia física, sino la emocional: la de una generación que ama su país, pero que ya no confía en él.
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