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Un país sin ética y sin rumbo

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El abogado y exlegislador comenta sobre las acciones del juez Clarence Thomas, del Tribunal Supremo de Estados Unidos.

Uno:

El Juez Clarence Thomas, con más de tres décadas en el Tribunal Supremo de los EE UU, está nuevamente en el epicentro de una controversia de carácter ético y político. Desde su nominación por George H. Bush al cargo y su entrada al Supremo en 1991, un equipaje repleto de incongruencias lo ha acompañado. Llegó su nominación para cubrir la vacante de un gigante de la lucha por la equidad y los derechos humanos, Thurgood Marshall, quien como abogado había litigado y obtenido grandes triunfos frente a los desmanes contra ciudadanos afronorteamericanos.

Marshall, verdadera luminaria e inspiración para decenas de millones de afrodescendientes y de personas provenientes de todo el mundo, incluyendo a nosotros los latinoamericanos, es un personaje legendario e inextinguible, contrario a su pésimo sustituto que desde su nominación misma fue impugnado por costumbres cuestionables.

Ahí queda según el testimonio de la jurista hostigada sexualmente por él, Anita Hill, la extraordinaria discusión que surgió y tomó más vuelo entonces y que continúa sobre esta lacra laboral y social, hasta llegar a la investigación de ProPublica sobre los regalos anuales de hospitalidad por cientos de miles de dólares que ha recibido el juez Thomas y su familia durante los pasados veinte años, sobre los cuales nunca informó, viajes en jets y yates privados costeados por un multimillonario ultraconservador, el señor Crow, afiliado a una organización que subvenciona la derechización de las instituciones jurídicas estadounidenses.

Dos:

Con lúcido acierto, Steven Lubet, experto en Ética Judicial de la Escuela de Derecho de la Northwestern University ha dicho que el problema en el caso de Thomas no es la violación de ley, sino que: «They are just operating in a standards-free zone» —Operan en una zona libre de estándares— refiriéndose al Tribunal Supremo de los EE UU.

Es que los estándares éticos allá en Estados Unidos y en muchas partes, primero se licúan y luego se desvanecen. Ello a causa de leyes que los arrasan sin miramientos y de prácticas que normalizan conductas contrarias al interés público, al bien común y a la equidad. Es como si una sociedad de privilegios para algunos, de anchas oportunidades y conexiones, de vías francas y patentes de corso se hubiese instaurado por quienes macabramente anteponen el egoísmo humano y sus instintos más voraces para beneficio propio y de aquellos que son dueños y corren el mercado.

Por ello, no debe sorprendernos que aquí, en el apéndice colonial, en la era del todo se vale, un alcalde tenga lujos y cinco relojes Rolex por traqueteos y violaciones de ley, y que otro en un municipio vecino —-me refiero a Cataño y Guaynabo— esconda en una media dinero mal habido a cambio de favores contractuales. Como tampoco, que los primos se expriman en un baño de fondos para la vivienda pública. La normalización del pillaje desde las esferas más altas, cuando se utiliza al gobierno, las conexiones, sus contrataciones, permisos y exenciones para favorecer multimillonariamente a los ricos, termina por tentar a sus sirvientes electos para probar los manjares y tratar de obtener su tajada. «Si les doy de ganar tanto, qué de malo tiene que tome mi parte», pareciera ser el demonio que les nubla el pensamiento.

Tres:

Desde mi niñez me gustaba la política. Me parecía el oficio más noble del mundo ayudar al prójimo, procurar la justicia, promoverla y brindar oportunidades a todos para servir y hacer el bien. Más tarde en mi adolescencia supe que la Política se estudiaba como una ciencia, lo que me cautivó para estudiarla como parte de una preparación para la carrera de las leyes, la abogacía. Nunca pensé que habría de ser un funcionario electo, pues cuando era muy joven, escogí el camino de hacerme independentista, lo que significaba entonces, para el 1975, un ingreso a la condición de ser discriminado, criminalizado y descartado.

Poco más de dos décadas después, cuando asumí el honroso cargo de ser portavoz del Partido Independentista Puertorriqueño, el segundo representante electo del PIP por voto directo desde 1956, es decir, cuarenta años después, quise darlo todo a cambio de nada, servir y no ser servido, honrar la Justicia y hacer mi trabajo con devoción e integridad. Nunca presté otro juramento que no fuese éste, ni mantuve otra ética que no fuese la de los principios con los que me crié desde la costumbre y la fe.

Desde mucho antes del 1996, empecé a investigar casos de corrupción público-privada a mediados de los años ochenta. Sabía de la maldad que se posaba y que a veces se incrustaba en el quehacer público. Vi a muchos caer y a otros salir impunes. Observé cómo el régimen jurídico se iba adaptando a la continua creación de privilegios y lagunas que fueron aprovechadas todavía más, por los más privilegiados y favorecidos. Había que combatirlos, denunciarlos, bloquear o anticipar sus embestidas y el cáncer de la relativización y el escepticismo que regaban a vuelta redonda. El mal de la corrupción estaba en la mente y en el alma de los sujetos, estaba en el ambiente y en la estructura de las normas jurídicas y prácticas que lo acunaban. Todavía es así.

Hay una relación muy estrecha entre la corrupción y la democracia. Diríamos que la primera se entroniza y apodera cuando corrompe y pulveriza a la segunda. Puerto Rico es un lugar endémico para la corrupción porque la democracia, ni siquiera la más elemental, nunca ha existido. El pueblo puertorriqueño no ejerce poder sobre su futuro, ni sobre sus asuntos fundamentales y no se manda. Otros lo mandan desde lejos. Así que se empieza la ecuación corrupción-democracia, cojos de una de las dos patas. Por supuesto, que hay ocasiones en que la honradez y el deseo de promover el Bien Común prevalece. Pero la fragilidad es enorme. No ser dueño del presente, ni de la planificación del futuro y, por el contrario, estarlo entregando continuamente a intereses egoístas, mezquinos e injustificables es la cadena más pesada que puede arrastrar un Pueblo.

Si todos nuestros funcionarios electivos y los nombrados, entendiesen esto, en lugar de estarse acomodando ante el mejor postor, y sólo pensando en la reelección, otro empezaría a ser el cantar. Si a pesar del Congreso, de su oprobiosa Junta, de la dependencia atroz cultivada local y federalmente, y de los miedos sembrados, pudiésemos caminar en la dirección opuesta, y darnos cuenta del abismo propio al que va dirigido Estados Unidos, saldríamos más a tiempo y mejor preparados como pueblo, como Patria y como nación a asumir nuestras responsabilidades con nosotros y con la Humanidad.

Hay que romper con la corrupción en todas sus formas, sólo así será realizable en un país descolonizado una democracia fructífera, como no la hemos tenido nunca, como no la tiene para sí, ni pueden dárnosla los EE UU, ahogado por el Mercado y sus apetitos, dispuesto a ahogar al mundo para engullirlo. El juez Thomas es sólo un síntoma de un país sin ética y sin rumbo, que nos coloniza.

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