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Biden, el dedo roto, su mascota y el mundo corporativo neoliberal

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Biden, el dedo roto, su mascota y el mundo corporativo neoliberal

Columna de opinión de Víctor García San Inocencio.

Joe Biden, el presidente entrante estadounidense, se rompió un dedo de un pie mientras jugaba con su perrito. La «noticia» presidencial a primera vista simpática, nos revela un ser humano amante de su mascota, capaz de corretear con ella y de tropezar. Si no fuese tan doblemente pedestre el recuento del traspié presidencial, también nos revelaría el profundo egocentrismo mediático, propenso a lo banal, que construye la imagen de un presidente de aquel país. Retrata también la fragilidad del más viejo primer mandatario estadounidense cuando asuma el cargo el mes que viene, que será octogenario antes del medio camino del cuatrienio. También deja entrever el carácter casi decorativo y muy tóxico de un régimen presidencialista corporativo al servicio del neoliberalismo.

Recibe Biden unos Estados Unidos desunidos y fragmentarios; polarizados por los conflictos raciales, las grandes opresiones acumuladas que se desatan en rupturas; la pandemia desenfrenada, la profunda desigualdad y un desprestigio planetario inédito de la que es aún una superpotencia, con la credibilidad colapsada y reclamos a granel en todos los continentes. Hace 100 años afloraba ese país como potencia indiscutible con ínfulas de liderato moral y gran influencia sobre el planeta. Hoy se la mira con sospecha en todas partes, junto al enjambre de sus decenas de miles de corporaciones multinacionales que acostumbradas a expoliar a miles de millones de habitantes, y a destrozar el planeta, han implantado una nueva forma de Estado, la mercatoria, y un régimen de vaciado de contenidos estaduales que difumina las aspiraciones ciudadanas de una polis en disolución.

Atrás, muy atrás, ha dejado Estados Unidos los catorce puntos de su presidente Woodrow Wilson, y la idea de un orden universal justo sin imperios, ni guerras de conquista, donde renacerían los derechos humanos. Va un siglo del Tratado de Versalles, el mismísimo que el Senado de EEUU nunca se puso de acuerdo en ratificar, excepto muy tardíamente a mediados de la década de los treinta, cuando Franklin Delano Roosevelt promovió con éxito que se ratificaran los artículos que autorizaron la creación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) a la cual se unió con década y media de tardanza.

El capital ha discurrido libérrimamente en la historia del imperio estadounidense. Diseñado como una máquina de hacer y concentrar fortunas y amplificar miserias; cebado por la explotación esclavista, por los desplazamientos de indios, y por una explotación obrera industrial sólo igualada por la Gran Bretaña; el siglo XX, precedido de la guerra de conquista que despojó a México de la mitad de su territorio, y de una guerra civil que propició el salto del régimen esclavista al régimen industrial asalariado, vivió la transformación de esa economía a una de la concentración de capitales, basada en la financiación, y luego de los cincuenta fundamentada en una expansión catapultada por la destrucción del aparato industrial europeo y japonés durante la Segunda Guerra Mundial, por la economía de la reconstrucción del Plan Marshall y por la explotación de las tecnologías bélicas para revolucionar los medios de comunicación.

El mercado estadounidense no ha conocido límites y sólo escasísimas fronteras, por lo que su Estado se ha ido modificando a su servicio a expensas de la vida cívica y de las libertades ciudadanas. La desigualdad resultante es proverbial, y cuando se la compara con la desigualdad mucho mayor que ha provocado internacionalmente, se pueden ver claramente las consecuencias de su expansión y de sus mutaciones depredadoras. Un puñado de economías le han seguido arrolladoramente los pasos erigiendo a la más reciente etapa evolutiva del Estado, el estado-mercado, en el gran devorador de principios, fronteras, y controles ciudadanos.

Por supuesto que las boutiques mediáticas estadounidenses son incapaces de captar el tamaño de su desenfoque en materia política, o la torpe dimensión cómplice que la circunda. Salgamos a buscar un Estado alrededor del mundo y encontraremos enclaves mercatorios, algunos muchas veces más perfeccionados, donde la dignidad del ser humano languidece y sus derechos se deshilachan. En estos contextos la política como la imaginábamos, o quisimos hacerlo en el sueño de la Ilustración, o antes bien en su Rousseauniana vertiente, cede a los estragos que la lectura e instalación del liberalismo que John Locke ha edificado bajo las premisas del egoísmo y la avaricia individual como motores de la producción, de la propiedad y de su acumulación en riqueza. Desnaturalizados de su esencia social y solidaria, las personas, los derechos humanos y los valores fundamentales que se complementan a través de la convivencia y la cultura ven amenazada su existencia. Se produce un profundo malestar en la parte política de la cultura y se deslegitiman las instituciones y el cúmulo de opresión estalla en una pluralidad de crisis donde chocan los valores tradicionales con la lógica tóxica del neoliberalismo.

La pandemia del Covid-19 devela este maremagnum intenso, en medio de la farsa trumpeana, y la del dedo roto del pie de un presidente nuevo para el Hegemón incapaz de alzarse de la molicie provocada por su indigestión de riqueza y por la pobreza de sus inequidades.

El Estado-mercado, que ya parece más un Mercado-Estado ha venido a suplantar las formas jurídicas, convivenciales y relacionales previas, y está instalado en la médula y en el corazón de nuestras crisis. Los personajes y los lugares pueden variar, pero la trama es esencialmente una sola, casi sin excepción. Todo está por hacerse ante las portentosas corporaciones trillonarias, y de cientos de billones de dólares, que asoman enquistadas sobre el lomo del Mercado-Estado. Algunos proponen su fragmentación, otros su control, y una restricción definitiva a su capacidad de generar ganancias y de concentrar sus riquezas y negocios. Otros abogan por controlar sus operaciones transnacionales, su relativa impunidad fiscal; su influencismo económico y mediático en los procesos políticos. Pero como queda claro , casi todo esto está por hacerse.

Mientras, seríamos en extremo cándidos si creyesemos que un Senador de Delaware, la capital corporativa de los EEUU, llegado a la presidencia, haría algo por cambiar el régimen corporativo que el mercado-estado neoliberal acuna. Por ello, es mucho más fácil relatar el dedo roto de su pie jugando con su mascota perruna. Frivolidades. No puede pedírsele otra cosa a los medios de comunicación, los cuales salvo honrosas excepciones, comunican lo que sus dueños corporativos quieren.

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