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Derek Chauvin es el detonante de batallas centenarias

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El licenciado Víctor García San Inocencio pasa revista sobre las protestas que no se han detenido en Estados Unidos, tras el asesinato del afroamericano George Floyd a manos de un policía.

Ya es más de medianoche en el Viejo San Juan y frente de la Casa Blanca en Washington. Acá un silencio marinado por la serenata de coquíes y una orquesta de insectos en medio de la tranquila madrugada húmeda y calurosa con las olas batiendo muy cerquita, acompasan la noche.

En Washington miles de personas de todos los colores han tomado las calles toda el día y la noche en protesta por una violencia institucional enraizada y estructurada en la sociedad estadounidense desde hace siglos. Esa violencia tiene varios rostros y nombres: racismo, explotación, egoísmo, avaricia, vileza y falsedad.

Cuando un pueblo bueno es secuestrado por un sistema que degrada sus vidas , profundiza la inequidad y disemina la injusticia y la desigualdad como si fuese un virus muy contagioso, la caldera se calienta, el vapor se concentra, y sólo hace falta otro virus, esta vez biológico, para enmascarillar y encerrar a la gente, o dejarla salir con cadena corta o larga, hasta que la caldera estalla.

Desde Mineápolis en el norte –donde arrestan a periodistas por transmitir en vivo los eventos y donde siguen ardiendo estructuras por cuarta noche– hasta Dallas en el sur, donde a la misma hora marchas largas y prolongadas siguen careando a las fuerzas de ese “orden”, a veces fuerza con fuerza. Desde Los Angeles en el oeste –donde multitudes llevan marchando en protesta horas– hasta Atlanta en el este, donde sigue la escalada; el hervidero bulle, como si su mundo estuviese en llamas y como si los oprimidos ciudadanos en Estados Unidos quisieran regar el fuego.

Una y mil veces han visto la misma película con las misma injusticia, el abuso, la agresión o el asesinato de un ciudadano –generalmente de la raza negra o de rasgos latinoamericanos, so color de autoridad pública; el improbable arresto o procesamiento del oficial agresor, o si acaso, como hoy una modesta acusación por un delito de gradación menor, sin responsabilidad para los facilitadores materiales, ni sus supervisores oficiales.

A Derek Chauvin –el sadista oficial del tercer distrito de la policía de Mineápolis– lo acusaron de asesinato en tercer grado. Para los tres agentes que lo acompañaban no hubo acusaciones. Esos agentes no pararon el estrangulamiento con rodilla que ejercía durante varios minutos el policía Chauvin –cuánto puede decir irónicamente un apellido– ni tampoco lo arrestaron. Quizás ese primer extravío acusatorio de la Justicia esté alimentando las calderas que hierven ya de madrugada en el este y avanzando la noche en el oeste simultáneamente, “from sea to shining sea” –siempre fueron dos océanos– y que hierven también desde el Golfo de Méjico hasta Canadá.

El “pecado original”– la esclavitud– que llegó hace 400 años a las costas de Virginia ha minado el alma de aquella nación tanto, que los demonios de la culpa convertidos en odio han envenenado su vida haciendo de los ideales de la igualdad y de la libertad una mueca burlona para decenas de millones de almas.

Tener que salir a la calle con miedo a que abuse de ti, o de uno de tus hijos, un supremacista blanco, un oficial policíaco, un fanático de Trump –tiene decenas de millones de seguidores con cuello tostado o bufanda de seda– o por cualquier “bully” de oficio, debe encrisparle la tranquilidad a cualquiera. Cuando lo mismo sucede con los “latinos”, con los miembros y descendientes de las naciones indígenas, con los “orientales”, y con los judíos, los niveles de toxicidad son demasiado altos. Ni mil almas grandes como la del doctor Martin Luther King podrían realizar el exorcismo. La gente en las calles, jóvenes y adultos mayores, gente de todos los credos y razas, conocen muy bien esta realidad.

Quizás por ello, por frustración pura, por asco de su propio país, se lanzan a las calles, en medio del Covid-19, porque el mal oficial y social que ven es un veneno peor que el Covid-19, un mal no biológico, que destruye el cuerpo, el alma y la esperanza de toda una nación.

Las unidades tácticas en nueve mega ciudades estadounidenses llevan horas en el ten con ten. Si estuviese viéndoles Escalera, el del Verano del 2019 aquí, podría estar salivando pensando en suspender la constitución, y en cuántos palos mandaría a repartir.

Frente a la Casa Blanca en Washington, los guardias del Servivio de Parques y el Servicio Secreto batallan por sostener las vallas que los separan de otra multitud. No están allí muy de moda las mascarillas, quizás imitando a su irresponsable jefe, Trump. No puedo imaginarme las decenas de miles de contagiados que saldrán de estas multitudinarias manifestaciones –policías y manifestantes– en estas megaciudades inundadas por la protesta de muchos a causa de la frustración, y por la irracionalidad de algunos.

En el 1968 medio Los Angeles desde Watts ardió, junto con Detroit, Atlanta, Louisville y decenas de ciudades en lo que se denominaba entonces “motines raciales”. Supongo que a los de ahora los llamarán “multirraciales”. Detesto profundamente esta violencia y la repudio como un asunto de principios y creencias. Pero empiezo a entender que su verdadera causa no es un mal que desaparezca. Es una calamidad que se destapa cada vez más.

Lo más que me mortifica es que hay entre los muy poderosos algunos que son viles y blancos que tienen muchos sartenes por el mango y muchas maneras de desquitarse de los “blacks, browns y orientales”. Hay allá muchos hermanos puertorriqueños enfrentando estas realidades de discrimen y las que se van sumando –los puertorriqueños las hemos sentido colectivamente al estilo Bounty de Trump— pero en estos días en Estados Unidos, deben hacer un esfuerzo por contenerse y alejarse del peligro.

Si van a protestar, protéjanse y protejan al prójimo contra el Covid-19, pero hagan algo mejor, váyanse lejos de los provocadores, y que no salga de su corazón ni un sólo pensamiento, ni ningún acto de violencia.

La tierra del exterminio de millones y de explotación brutal, es ahora un hervidero donde se pelean nuevamente batallas centenarias. Mucho cuidado.

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