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Suspendida por lluvia

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Casi nadie me cree cuando lo cuento afuera, bueno, quizás sí. La gente de Barranquilla sabe de lo que hablo, y quizás alguien más lo entienda pero no lo conozco. Aquí cuando llueve no es que llueva, es que el cielo se parte en dos y se agua todo. Se raja. Se rompe. Se hace más cielo de lo que uno sabe que es el cielo. Asusta un poco. ¿Cómo cabe toda esa agua ahí? ¿Que hizo que se desbordara? ¿Dónde recentella está la grieta? No invoco la ciencia, que explica tantas cosas, invoco la sorpresa que no entiende ninguna. O la entiende y se maravilla igual. Aquí, no llueven gotas. Llueven gotarrones, pequeñas y punzantes balas que, a veces o casi siempre, se sienten como escupitajos de cielo. Esa palabra es muy fea: escupitajos. Pero es precisa y en la precisión a veces encuentro más belleza.

Lo primero es la parálisis. En el agua siempre todo se siente más lento, más ligero, más suave. El pelo parece de sirena y flotar se vuelve la rebeldía más necesaria contra la velocidad que impone el ahora. Una hora en el agua parece un día, cinco minutos parecen dos segundos. El agua tiene mejores relojes que esos que tenemos a prueba de agua.

Pero cuando una ciudad entera flota es otra cosa. Pasa de momento. Está todo bonito, colorido y en orden y de pronto llega el color gris chubascoso. Me encanta la palabra chubasco. Es triste usarla tan poco. Envidio profundamente a los meteorólogos.

Cuando llueve, todo de repente se vuelve más lento. Los carros más lentos, el caminar más lento, las puertas se abren y se cierran más lentas. Todo en cámara lenta. Una ciudad con los pies pegados al piso, anestesiada, mojada. Enchumbada. Paralizada y obligada a moverse a los ritmos que impone el agua, rápida solo cuando hay fuerza, lenta y serena la mayor parte del tiempo.

Lo segundo son los dramas capilares. No los vivo, no me seco el pelo. Pero muchas mujeres aquí sí, y con el agua aparecen los rizos domesticados reclamando su lugar. Aguarse siempre es reconocerse. No hay remedio.

Lo tercero es la magia. Cuando era niña mi mamá me mojaba la frente en la entrada de la iglesia con agua bendita y cuando en las fechas especiales el cura pasaba tirando chorros de agua bendita por la congregación recuerdo que me caían en la cara y tenía miedo de limpiármelos. A veces, hasta las bendiciones, pican y causan molestias. Es muy rara el agua bendita. Será por eso que todos los Viernes Santos llovía en la procesión.

También me llevaban a los Baños de Coamo, un pequeño parador construido alrededor de unas aguas termales. Mucha gente enferma va allí y cuando mami nos llevaba era algo serio. Al agua caliente una va a curarse. Por lo general, yo me mareaba. Siempre he tenido la presión de una damicela en peligro y las aguas muy calientes me provocan desmayos tontos, como de telenovela, pero cuando íbamos era emocionante al menos meter los pies o lo que fuera. Sentir como la sangre se iba calentando y salir de allí como si al hervirnos nos hubiésemos salvado de algo. De niña el agua fría me calmaba las rabietas. Madurar debe ser entender que es mejor hervir el agua.

Lo cuarto podría ser la cancelación de eventos. Poco a poco se va alterando el calendario. Un día mojado casi siempre desaparece. El agua también altera el tiempo, el espacio. Lo cambia todo. Lo moja todo. Le roba días al calendario, alarga horas, construye tiempo cuando ya no hay tiempo.

Hay mucho más pero solo quiero llegar a lo quinto, que es lo más importante. Lo quinto ocurre en el cuarto, en la cama, bajo la frisa. Tiene el agua esa bendida o maldita capacidad de hacernos recordar a quién queremos abrazar de verdad, a quién le queremos ofrecer un poco del preciado calientito de las sábanas que logramos luego de vencer el frío inicial. Nos pasamos la vida sin saber con quien andar de cara al sol, teniendo dudas, cambiando cosas. Pero bajo el agua siempre sabemos con quién queremos estar. La pequeña y feliz tragedia de la enchumbada nunca llega sola. Termina siendo la lluvia un recordatorio para los afectos. Nada nos inunda la memoria como la lluvia. Por eso las sombrillas son objetos tan preciados, tan llenos de nostalgia, tan importantes y desdeñados en cualquier esquina de cualquier lugar. Son el último escudo para los corazones que tragan agua y resucitan.

Hoy me mojé hasta los pies. Y aquí estoy, suspendida -en el aire, en el espacio, en la memoria- por lluvia. Flotando, como una atleta que ya perdió y ya ganó.

*La autora es periodista. Tomado de 80 Grados.

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