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Opinions

Cuando la mentira toca a un hijo

El licenciado Jaime Sanabria Montañez comenta sobre la mentira y el anonimato en una reciente querella presentada ante la Oficina de la Procuradora de la Mujer.

Por Jaime Sanabria Sep 11, 2025
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El licenciado Jaime Sanabria Montañez. Foto suministrada.

En este país, donde los rumores se propagan como fuego en pasto seco y la política convierte cualquier grieta en abismo, alguien decidió presentar una querella anónima ante la Oficina de la Procuradora de la Mujer. Y en ella, con la frialdad de quien nunca mira a los ojos de un niño, se incluyó falsamente a mis hijos en un relato. Se dijo que habían presenciado actos de violencia doméstica. Nada más falso. Nada más cruel. Nada más dañino.

La mentira, cuando se trata de adultos, ya es corrosiva. Pero cuando la mentira toca a un hijo, el daño es inconmensurable. No solo porque afecta la reputación de los padres, sino porque contamina la infancia misma, ese territorio sagrado donde deberían habitar la risa, los juegos y los sueños, no las sombras de un escándalo del que no son parte.

El Código Penal de Puerto Rico es claro: la falsedad, incluso a medias, es delito; las denuncias en esta línea son delito. La ley no protege al que inventa; lo responsabiliza. El anonimato, en cambio, tiene un lugar legítimo y necesario: resguardar a las víctimas que temen represalias, proteger a los ciudadanos que denuncian corrupción, amparar al vulnerable que de otro modo callaría. Pero aquí hay un agresor disfrazado, un personaje anónimo pervertido, que utiliza una máscara de cobarde como arma de destrucción reputacional.

Y entonces surgen las preguntas inevitables: ¿a quién protege realmente este anonimato? ¿Protege a la alegada víctima, o protege a quien decidió hacerle daño a mis hijos con denuncias falsas? ¿Qué funcionarios se benefician del silencio en torno a la identidad del querellante? ¿Qué intereses se esconden tras esa guagua blanca, de las que usan las agencias de gobierno, convertida en símbolo de una verdad que alguien se empeña en ocultar? ¿Qué poder se defiende cuando se oculta la mano que lanzó la piedra?

A esta distorsión se suma otra igual de peligrosa: la prisa de algunos medios de comunicación por forzar la narrativa. No bastó con reproducir acríticamente lo que decía un documento anónimo; han insistido en exigir que la madre de mis hijos confirme o niegue hechos, como si ese fuera el primer paso lógico de un proceso. Pero el orden de las cosas es otro, elemental, básico: antes de presionar a alguien a hablar, lo primero es aclarar si la querella misma contiene falsedades o verdades, si fue presentada por alguien cercano a la alegada víctima o por un tercero con intenciones malévolas. Investigar un anónimo sin validar su legitimidad es como construir una casa sobre arena movediza: lo que se levanta, se hunde. Y, sin embargo, algunos titulares se empeñan en levantar casas en el aire porque venden más clics.

¿A quién sirve esa prisa mediática? ¿Al interés público de conocer la verdad, o al interés comercial de alimentar el morbo? ¿Quién gana con forzar declaraciones prematuras, sino el que busca el espectáculo en lugar de la justicia? ¿A quién se protege de esa manera?

Un hijo no entiende de estrategias mediáticas ni de luchas partidistas. Pero sí entiende de dolor. Aunque no lean periódicos ni estén en redes sociales, los niños perciben el ambiente cargado, escuchan los murmullos en los pasillos de la escuela, sienten las miradas de compasión o de morbo. Y un niño no debería cargar con eso. Punto.

La filósofa Hannah Arendt escribió que la mentira organizada tiene la capacidad de destruir el sentido común de una sociedad. Pero hay algo aún más grave: la mentira organizada tiene la capacidad de herir el alma de un niño. Porque aunque el país olvide el titular, aunque las redes cambien de tema mañana, el niño recordará. Recordará los silencios más largos de lo normal, las preguntas inocentes que desgarran, la incomprensible experiencia de verse convertido en personaje de una historia que nunca vivió.

En nuestra tradición literaria y cultural, desde Hostos hasta Julia de Burgos, desde Pedro Mir hasta Ana Lydia Vega, hay una constante: el amor, ya sea al país, a la justicia o a los hijos, se presenta como fuerza capaz de resistir la mentira y la opresión. Ese amor de padre, que es lo único inviolable, me obliga a alzar la voz. No para proteger mi nombre, sino el de ellos. Porque un hijo merece crecer sin que su infancia sea utilizada como pieza de ajedrez en las guerras de los adultos inescrupulosos.

Por eso es urgente que se investigue y se divulgue la identidad de la persona que presentó esa querella anónima sabiendo que no tenía conocimiento personal, sabiendo que mentía, y sabiendo quien lo divulgó. No como acto de venganza, sino como acto de justicia. Porque la justicia no actúa contra fantasmas; actúa contra personas. Quien usó el anonimato para mentir renunció al derecho a esconderse en él. La democracia exige transparencia. La justicia exige nombre y rostro. Y los niños exigen verdad.

Si permitimos que la mentira se esconda tras el velo del anonimato, lo convertimos en veneno. Si dejamos que alegaciones falsas como esta queden impunes, abrimos la puerta a que cualquiera utilice a los hijos de otros como instrumentos de poder. ¿Queremos vivir en un país donde la mentira se aplaude porque conviene al poder? ¿Queremos ser testigos de un país donde se protege al mentiroso y se expone al inocente?

Decía Juan Antonio Corretjer: “Yo no quiero que mi niño aprenda la mentira, yo quiero que aprenda la verdad.” Ese verso, escrito en otro tiempo, hoy se convierte en un mandato moral. Un país que permite que la mentira se esconda bajo la protección del anonimato le enseña a sus niños que la falsedad no solo es posible, sino útil. Y ese aprendizaje envenena generaciones.

Escribo estas palabras no como abogado, ni como profesor de derecho, ni como analista político. Escribo como padre. Porque cuando la mentira toca a un hijo, no ataca solo a una familia: nos hiere a todos. Y entonces la pregunta es inevitable: ¿qué vamos a hacer como sociedad? ¿Seguir tolerando el uso perverso del anonimato como escudo de la falsedad, o exigir que se levante el velo y se nombre al responsable?

La mentira organizada puede devorar instituciones, pero la verdad sostenida por el amor de un padre puede resistirla. Y aunque el poder se esconda tras guaguas blancas y comunicados tibios, aunque la burocracia pretenda silenciar preguntas, aunque algunos medios quieran apresurar declaraciones para engrosar titulares, siempre quedará la voz del que dice: basta.

Porque cuando la mentira toca a un hijo, ya no hablamos de política ni de estrategias. Hablamos de lo más sagrado. Y lo más sagrado no se negocia. Lo más sagrado exige transparencia, exige justicia, exige verdad.

Temas
  • anonimato
  • delito
  • hijo
  • mentira

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