Baldorioty: el poder de las convicciones
Buenos días amigas y amigos, señoras y señores:
Quiso la suerte que la plaza del pueblo en el que crecí, San Sebastián de las Vegas del Pepino, llevará el nombre del personaje que hoy nos convoca. Por eso para mí, Baldorioty no fue una avenida que conduce al aeropuerto Muñoz Marín hasta pasados los doce años. Antes, debo confesarlo, Baldorioty fue una glorieta inmensa en la que descansaban las palomas, y tenía el rostro adusto, grave, y los bigotes torcidos del compositor pepiniano Ángel Mislán, cuyo busto preside un espacio que no lleva su nombre y que, por cierto, prescinde de cualquier otro monumento. Puede que la del Pepino sea la única plaza pública de Puerto Rico con esta honrosa distinción: una escultura de un artista en una plazoleta que conmemora un político.
Es probable que en ese mismo lugar, más de un siglo antes, cuando todavía la iglesia parroquial marcaba el tiempo con el repique de las campanas, se repitiera una escena de la que casi nadie habla en la historia puertorriqueña y que debió haber acontecido muchas otras veces, en otros muchos sitios: un trabajador de la caña, o un recogedor de café, o un torcedor de tabaco, o un trabajador de los puertos, un estibador o un artesano si se quiere, corre a la esquina, a cualquier esquina, a comprar un periódico, El clamor del país, El gato flaco, El Buscapié, El Boletín Mercantil, El popular o El liberal, y una vez consigue la copia de su ejemplar se reúne con otros correligionarios, con sus vecinos, en el ventorrillo de turno o la rotonda municipal, a la espera de que aparezca alguien que pueda leerlo en voz alta. Esta forma de lectura colectiva y socializada se irá diluyendo con los años para dar paso a otras formas de sociabilidad y comunicación, pero ahora, estos individuos, pueblo en estado puro, necesitan que alguien les lea y les ayude, por medio de la palabra, a organizar su experiencia. Quieren, sobre todo, entender, participar. Anhelan un vocabulario común. Buscan noticias de los hombres ilustres, quieren saber qué ha dicho en las Cortes Rafael María de Labra, qué ha opinado Fernández Juncos, a quién critica Pérez Morris, cuáles son las posturas de Muñoz Rivera, quiénes serán los diputados que les representarán en la metrópoli, y por último, si viven, trabajan y padecen bajo una monarquía, larga vida a la reina María Cristina y a su hijo Alfonso, o si llegó para quedarse la primera república española, salud y pesetas.
Más que la historia de los grandes próceres, deberían intrigarnos los procesos sociales que éstos ayudaron a poner en movimiento y las biografías anónimas de esos sujetos que aguardan, en una plaza y con su folleto en mano, por un intérprete que quiera leerles las noticias. A esos, se dedicó Baldorioty.
Este hombre encadenado que ahora camina, despacio, por el puerto, y que sube a la fragata Fernando el católico con la mirada en alto, tiene ya 65 años y una vida de sacrificios y privaciones a sus espaldas. Es natural de Guaynabo, entonces una pequeña aldea, revestida de flamboyanes y robles, poblada por jornaleros, y hoy una ciudad moderna, ocupada por la anarquía del cemento y los centros comerciales: sede, sin duda, del poder económico, comercial y social de la isla. De aquello que Joseph Stiglitz llamaría, tan oportunamente, el 1%. Su nombre es Román Baldorioty de Castro y para llegar aquí, a estas bóvedas del Morro, en donde padeció prisión, ha tenido que conquistar a pulso, con esfuerzo y tesón, su parcela en el mundo.
Corre la segunda mitad de 1887, año de la fundación del Partido Autonomista y del Plan de Ponce, y al que Antonio S. Pedreira denominó 'el año terrible del 87.' No sabremos nunca qué cosas pensaría Baldorioty cuando iba, prisionero, en aquella barcaza militar que lo transportaba, a él y a otros quince compañeros, a la ciudad amurallada de San Juan, al castillo de San Felipe del Morro, en donde le esperaba, se creía, una sentencia de muerte segura. Sabemos, sin embargo, y gracias a los estudios de Don Lidio Cruz Monclova, que iban con miedo, que a muchos les habían torturado en Juana Díaz y en Yauco, que entre el sueño y el cansancio, las náuseas y los vómitos, temían que los marinos los lanzaran, amarrados, a las mareas procelosas de noviembre: carne de felones para las tintoreras. Sabemos también que para Baldorioty la travesía fue dura: que menguaron sus fuerzas físicas y que comenzó a declinar su salud. Pero un hombre, al filo de la muerte, de ese momento que nos iguala a todos, comprende lo que ha significado estar vivo. Baldorioty, por tanto, y con el pelo encanecido ya, no debe haberse entretenido demasiado hurgando en su propia desdicha. Por el contrario, debe haber pasado revista de lo esencial y se habrá dicho, científico al fin, que las teorías son importantes, pero que lo son aún más los sentimientos, las creencias, las convicciones.
De eso, y sólo de eso, está hecha nuestra humanidad.
La de Baldorioty es la historia de una fidelidad: y él había permanecido incólume, había peleado, en palabras de San Pablo, la buena batalla. Se había opuesto con vehemencia a las facultades omnímodas, había defendido la libertad de prensa, cuestionado el régimen colonial y, como si fuera poco, le había hecho frente al gobernador Palacio, bajo cuyo mandato se pusieron de moda los compontes, los castigos infligidos al cuerpo por medio de los palitos, los cordeles o la hicotea. Estaría en paz.
Y si es verdad que la inminencia de la muerte nos enfrenta a un espejo implacable, el de la conciencia, Baldorioty se habrá visto, en la proa de aquel vapor de guerra, entrando a la escuela del maestro Cordero, de la mano de su madre, una cocinera abnegada, jugando con Alejandro Tapia, su condiscípulo, estudiando en el Seminario Conciliar con el padre Rufo, viajando a Europa con una beca para proseguir estudios en ciencias y departiendo con José Julián Acosta, su carnal, mientras caminaban por el parque del Retiro en Madrid. De igual forma, la memoria tiene sus razones para olvidar y recordar, Saramago dixit, habrá evocado su elección como diputado, su encendida defensa del proyecto antiesclavista, sus lecciones de náutica, sus constantes periplos entre el Viejo y el Nuevo Mundo, sus escritos, sus traducciones de la Divina Comedia y aquella visita fascinante que hizo, en el año de 1867 y como enviado de Puerto Rico, a la Exposición Universal de París, de donde trajo un caudal de información que quiso poner al servicio del país. Cómo saciar tanta hambre de modernidad?
Qué ironía del destino: el hombre que montó en globo, y que sintió que al hacerlo corría un gran riesgo sobre el cielo de París y los Campos de Marte, en aquel momento, camino de la capital, vejado, habrá comprendido, como él mismo dijo, que 'los riesgos de morir en el aire, son los mismos que corremos a cada instante y en todo lugar,' para luego preguntarse: 'qué diferencia hay entre morir en la tierra, en las ondas amargas del mar, o en las regiones de las nubes?'
Me gusta pensar, quiero pensar, que en medio del vendaval, mirando la silueta borrosa de la isla que amaba, iluminada solo por las estrellas y la luna del Caribe, habrá recitado, en voz baja, los versos de Gautier Benítez:
Qué hermosa estás en la bruma
del mar que tu playa azota
como una blanca gaviota
dormida entre las espumas!
(…)
Y como brotas a mi deseo
como espléndido miraje,
ornada con el ropaje
del amor con que te veo.
Pero Baldorioty, supongo, iría tranquilo, rumiando conspiraciones. El mismo lo había dicho: 'vivir no es más que aprender, morir es tal vez llegar a saber.'
El panorama intelectual y político del siglo XIX puertorriqueño cuenta, sin lugar a dudas, con una pléyade de figuras que, vistas con distancia, constituyen una constelación de inteligencias y saberes, de voluntades, que en pocas ocasiones coinciden en un mismo periodo de la historia. De hecho, no han vuelto a repetirse. El de Baldorioty, no lo olvidemos, es el tiempo de Hostos, que pensaba y repensaba, con Betances, la promesa de la confederación antillana; es el tiempo de Ruiz Belvis, y el de Alejandro Tapia y Rivera, que nos legó una de las obras más vivas y complejas de la literatura en el Caribe hispánico, es el tiempo de Manuel Alonso y el de Zeno Gandía, el de Salvador Brau y Agustín Stahl, por solo mencionar algunos. Y aún así la imagen de Baldorioty resuena, a pesar del olvido, con una profunda, y palpitante actualidad.
Baldorioty se parece, sobre todo, al hombre y la mujer de hoy. Poco después del Grito de Lares, y ya metido en la faena política, es destituido de su cátedra por orden del gobernador Sanz, que vio con malos ojos su apoyo al movimiento reformista. Acto seguido, las calamidades vienen siempre juntas: ejecutan su casa y su terreno de la calle Tetuán en 1869, y tiene que exiliarse para buscar empleo y poder mantener a su familia. Las condiciones del país lo arrinconaban. Ese sigue siendo, me parece, el drama puertorriqueño de nuestros días. Habrá algo más próximo a nosotros que la amenaza de la persecución política, de la ejecución hipotecaria, del desempleo y la falta de oportunidades? Habrá algo más desolador y constante en nuestra historia que la emigración forzosa? Retomar a Baldorioty, en consecuencia, supone reconocer, si somos honestos, que la agenda inconclusa del país, que la agenda inconclusa del autonomismo, pasa por la imperiosa, urgente necesidad, de reinventar el debate público y de restituir la experiencia democrática en toda su complejidad, sacándolas, ambas, de donde se encuentran secuestradas hace tiempo: de los comités financieros, de las oficinas de los bonistas, de las juntas de los grandes bancos y corporaciones, de los inversionistas políticos. En una frase: de la tiranía de los oportunistas.
Hay una cosa que llama la atención de todos estos próceres, con sus virtudes y sus defectos, ya fueran incondicionales, independentistas o autonomistas reformistas: su desapego al dinero. Venían a servir, no a servirse. Entraban al ruedo político por otras motivaciones. No eran perfectos, también defendían sus intereses, pero tenían una cosa muy clara: sabían que un país se construye desde un proyecto social, desde su base. Sabían que un país se cambia, se transforma, se levanta de abajo hacia arriba, y no de arriba hacia abajo. Ese fue, me parece, uno de los grandes méritos de Baldorioty: estar en sintonía con el pueblo, convertir la política en una rama, dinámica, de la pedagogía. Baldorioty, Hostos, Betances, Matienzo Cintrón, de Diego, combatían, cada uno a su manera, y desde su trinchera, pero también explicaban, persuadían, conversaban. A la política puertorriqueña le hace falta recuperar esa dimensión didáctica: educar con la palabra, pero también con el ejemplo y con las acciones. Por eso hemos venido al Morro.
Volvamos a Baldorioty, que ya ha desembarcado en el puerto de San Juan, por la dársena, y que hace el trayecto por la calle adoquinada hasta el Campo del Morro, y al que ubicarán entre estas paredes con el propósito de doblegar su ánimo. Sería preciso, en otra ocasión, disertar acerca del espacio de la prisión, del rol fundamental que ha jugado el confinamiento, es decir, la represión y la censura, en el imaginario puertorriqueño y la confección de nuestros idearios políticos. Para nacer, la conciencia puertorriqueña tuvo que abrirse paso con enorme empeño, porque no tuvo nunca su espacio garantizado. De Baldorioty conmueve, emociona, el gesto radical y decisivo en el momento oportuno, frente al chantaje o la extorsión: 'antes subiré a un cadalso que firmar esa indignidad,' respondió a una oferta de las autoridades locales y luego concluyó: 'continuaré predicando la autonomía, y si los hombres la temen, la predicaré a las mujeres.' Es el poder de las convicciones, la lealtad sin fisuras a una causa: ese su legado. El suyo no es el fanatismo ciego, es la fe en un proyecto que está por encima de los hombres y de los partidos: Puerto Rico.
Esa misma certidumbre la han compartido otros, de distintas ideologías, que también han padecido cárcel por defender, a brazo partido, sus ideales. Pienso, como no, en Francisco Matos Paoli y su Canto a la locura: 'Ya está transido, pobre de rocío, este enorme quetzal de la nada.' Esa es la nada, el vacío, que acosa al preso en su galera, al perseguido que, en momentos de dura prueba se atrinchera en sus ilusiones y no cede, porque hay cosas que, sencillamente, no son negociables, no están a la venta.
Por eso desde aquí, desde esta sala tan próxima y tan lejana desde la que se escucha el canto insomne del océano que fascinó a Salinas, el constantemente contemplado, quiero pedir a viva voz, en nombre de la mejor tradición del autonomismo, la excarcelación de un hijo de esta tierra, de compueblano mío. Quiero pedir, en memoria de Baldorioty y de los otros quince compañeros, la liberación de Oscar López.
Lo hago porque, hace más de un siglo, una mujer puertorriqueña, una a la que llamaban Lola Rodríguez de Tió, irrumpió en un banquete del gobernador Contreras y le increpó que tuviera en el calabozo a sus hermanos autonomistas. Fue tanta su pasión, su ardor guerrero, que se le concedió un salvoconducto para visitar a quienes ella, también, consideraba patriotas. No fue la única, también se expresó José Celso Barbosa.
Si entonces se pudo: por qué no ahora? Por qué no sentarnos a la mesa para sacar el país de la profunda crisis que lo agobia? Por qué no hablar con la verdad y admitir este vórtice de desencanto, esta desilusión general, este cinismo militante? Por qué no sacudir los cimientos de este autonomismo complaciente y a menudo obsequioso, de este autonomismo conservador y oportunista, de este autonomismo a medias que nada tiene que ver con el autonomismo lúcido, combativo, cabal, de Baldorioty de Castro? Por qué no producir, cuando el país más lo necesita, un verdadero proyecto soberanista: un proyecto social y político que complete el sueño de Baldorioty y Muñoz Rivera?
Pero eso requeriría, en principio, tener bien claras las ideas y las opciones, como las tenía Baldorioty. El suyo era un autonomismo de la acción, y no era solo retórica. Mover el país en cualquier dirección, entonces y ahora, requería y requiere ejercer el control de la economía, auspiciar sin ambages la agricultura, fomentar la educación pública, proteger el ambiente, y luchar por el establecimiento de un estado sólido, eficiente, y capaz de garantizar el bienestar de la ciudadanía. El desmantelamiento indiscriminado del aparato público es el primer paso a la catástrofe. Baldorioty no pensó ni imaginó la autonomía en el vacío: la trabajó entre las gentes y le quería procurar un gobierno.
Sería iluso, se dirá, pretender encontrar respuestas a los problemas de hoy en las que fueron las soluciones del ayer. Sin embargo, el proceder de Baldorioty habla por sí mismo: fue un gestor permanente. Mil veces intentó proyectos que le boicotearon, y mil veces se buscó e inventó otros: inició un cultivo de semillas en La Princesa preocupado con el devenir de la agricultura nativa, propuso un plan para que se comenzará a extraer guano de Mona y Monito, y para que se crearan industrias locales, industrias que generaran riquezas aquí y que circularan aquí, y fundó escuelas sin descanso: en Ponce, en San Juan, en Mayagüez, en Santo Domingo. Vio en la educación la única posibilidad de replantear y de transformar la cultura. Su consigna: lanzarse a la discusión y el trabajo, al trabajo y a la discusión, sin tregua, sin miedo a las disidencias, sin temerle a los frutos de la inteligencia ni al diálogo franco. Así reorganizó el autonomismo.
En cambio, para lograr una meta semejante hoy, para reorganizar el país desde el autonomismo, o desde el anexionismo, o desde el independentismo, hay que reconocer los peligros que nos acechan, como colectividad humana, y las trabas que nos impiden avanzar. Un manifiesto del Partido Autonomista publicado el 2 de mayo del 1887 parece una glosa del país que vivimos día a día: 'aquí en Puerto Rico, donde todo se puede hacer impunemente.'
No es cónsono con el autonomismo abrazar la bandera neoliberal que tanto daño y tanta pobreza, que tanta fortuna mal habida y tanta corrupción ha generado en medio orbe. No es cónsono con el autonomismo privatizar corporaciones públicas, desmantelar poco a poco el Departamento de Educación, consentir y auspiciar la destrucción del ambiente, limitar y reducir las conquistas laborales. A todo eso, Baldorioty hubiese dicho: no. Por si no se entiende: a la venta del aeropuerto, a la venta de la Autoridad de Energía Eléctrica, al proyecto de la Reforma Educativa y a la propuesta Reforma Laboral: Baldorioty hubiese dicho no. Y a la incineradora de Arecibo, a ese crimen ecológico que amenaza con infligirle una herida al paisaje y a la salud de Puerto Rico: Baldorioty hubiese dicho no. A la Junta de Control Fiscal, por la que nadie ha votado ni votará jamás, a esa Junta que es una confirmación del dilema neo colonial del país: Baldorioty hubiese dicho no. A seguir pensando en gobernar gente para la economía, y no en gobernar la economía para la gente: Baldorioty hubiese dicho no.
Las secuelas de la política neoliberal están a la vista de todos: esta desoladora crisis que vivimos es producto directo del proyecto económico de los años noventa: 'que el mercado decida.' Y el mercado decidió, el mercado decidió esto: el colapso del aparato industrial, la huida de capitales, el saqueo de los bienes públicos, la pérdida de la sección 936, y junto a todo eso el inmenso, el apoteósico costo humano: los desempleados, el incremento de la pobreza, el vaciamiento de la isla, el vertiginoso ascenso de la desigualdad y la desesperanza. Y en medio de esa jauja, de ese festín indecoroso, nace una nueva especie: el político empresario. La indiscreción pide un turno: Cuántos de nuestros ex gobernadores se han convertido en cabilderos?
El autonomismo actual no puede desvincularse de esa encrucijada. Primero, porque en muchas ocasiones hemos sido también cómplices y perpetradores de esas políticas equivocadas. Segundo, porque ante nosotros se extiende la posibilidad de pelear para revertirlas o detenerlas. Por qué entregar el estado, por qué postular que es un problema, por qué abdicar del servicio público? Por qué ver en el gobierno el acceso a la riqueza fácil? Por qué no defender el estado que tanto esfuerzo nos costó levantar? Además, dónde está la empresa privada que absorberá a los trabajadores? Por eso, a todos nos conviene iniciar un proceso de autocrítica que nos ayude a evitar cometer los mismos errores del pasado, los mismos errores que tan caro están pagando las familias del país.
Con todo, lo más trágico y lo más triste, es la atmósfera de desencanto que domina el ánimo del país. Han muerto las ilusiones. Pero a eso también Baldorioty hubiese dicho que no. Este hombre, a quien Tapia llamó 'el prisionero sin crímenes' y Martí el 'bueno, el puro, el sagaz y rebelde americano,' permaneció leal a sus convicciones, y por eso se levanta hoy como un ejemplo vivo, como una denuncia de dignidad y entereza, como un recuerdo permanente de que el país no debe, no puede consentir el despojo y el expolio de sus riquezas materiales y humanas, y que solo comenzará a morir, y que solo fracasará, el día que accedamos a la colonización de nuestra imaginación. Mientras tanto y como decía Ramón Marín, casi en un grito de guerra: Hay país!
*Mensaje en honor de los prisioneros autonomistas. San Felipe de el Morro, San Juan. 9 de noviembre de 2015