“No existe un mundo poshuracán”- arte puertorriqueño después del huracán María
La curadora de la muestra es Marcela Guerrero, una puertorriqueña hija de un ecuatoriano y una argentina.
“No existe un mundo poshuracán”, verso del poeta puertorriqueño Raquel Salas Rivera y primera parte del lema que da título a una exposición que me contuvo y asombró, durante unas horas, en el museo Whitney de Arte Americano de Nueva York, que es verídico porque es abstracto, porque su generalismo ofrece un recurso de interpretación ambivalente. Ciertamente, no existe un mundo poshuracán porque los huracanes en el Atlántico se dan, y con frecuencia, durante los segundos semestres del año, de todos los años y, en consecuencia, el término no puede aludir a la unicidad. Y no existe porque el mundo ha sido mundo antes de cualquier, y lo sigue siendo después de cualquiera también, porque, pese a su potencia destructiva, un huracán solo afecta a una muy reducida porción de planeta.
Sin embargo, la segunda parte del lema, “arte puertorriqueño después del huracán María”, circunscribe al huracán y al mundo, porque le pone nombre al primero y constriñe el mundo a Puerto Rico. Y, además, introduce la palabra “arte” para ejemplificar, con la creatividad, el cisma que aquel titán de la naturaleza provocó en nuestra isla en aquel 2017.
Marcela Guerrero, curadora de la muestra, es una puertorriqueña nativa, hija de un ecuatoriano y una argentina, educada y residente en Puerto Rico hasta completar su bachillerato; después emigró a Wisconsin y se doctoró en Historia del Arte y, desde 2017, ejerce como curadora en el Whitney con tanta profesionalidad y sensibilidad que consiguió emocionarme, mientras visionaba aquella amalgama del arte de mi isla, una cincuentena de obras que constituye la primera exposición académica centrada en el arte puertorriqueño organizada por un museo estadounidense en casi medio siglo.
Nada más y nada menos que medio siglo sin acudir a la casa del padre, permítaseme la ironía…
A ningún puertorriqueño se le escapa que María supuso un antes y un después, un puñetazo atmosférico que noqueó a nuestro país y que puso al descubierto no solo su fragilidad, sino su incapacidad para ponerse de pie por sí mismo, acostumbrado a una tutela norteamericana que nos llevaba de su mano, una mano laxa, poco dada a las caricias y que, cuando apenas vio la oportunidad para presionar, nos sometió, débiles como nos sabía, a través de la fuerza de la ley PROMESA y una Junta de Supervisión Fiscal que nos trató, y nos sigue tratando, como niños irresponsables cuando reciben algún dinero de sus padres y estos controlan y deciden cómo gastar esos dólares.
Pero retornemos a Nueva York, al Whitney, al despliegue de sensibilidad artística patria, a las escoceduras del alma que muestran unas obras impregnadas del espíritu de la catástrofe. Sobrecoge, en particular, la obra de Gabriella N. Báez, que a través de su obra “Ojalá nos encontremos en el mar” expone una colección de objetos personales que recibió de su padre tras su suicidio en 2018, dos meses antes del primer aniversario de María, vencido por la zozobra interior de haber perdido demasiado tras el ciclón, incapaz de superar el desasosiego de una isla sin futuro a su juicio. Acusa Gabriella al gobierno de la isla de una negligencia, quizá más por inacción, con respecto a los más vulnerables, desidia que no es sino reflejo de la autoridad superlativa con la que el continente mueve nuestros hilos a su antojo.
Transgresora ya no la muestra, sino lo que subyace en ella, Gabriella, como uno de esos exponentes de la insumisión, trata de interconectarse a través de un hilo rojo al recuerdo de un padre que degeneró en lo mental porque no existió atisbo alguno de atención emocional a los más desvalidos tras la catástrofe.
Añado yo que, a los casi cinco mil muertos difusos por el huracán María, cabe añadir un sinnúmero inconcreto de fallecidos posteriores por suicidios y por la desatención de un gobierno que era, y sigue siendo, el reflejo de un territorio al que parecen haberlo abandonado los dioses, del mismo modo que lo abandonan sus criaturas, cansados de luchar contra la adversidad, contra la constricción, contra cualquier nueva incontinencia de la naturaleza como el reciente huracán Fiona que acabó por desnudar a un Puerto Rico que se viste con trapos, desde hace demasiado tiempo, cuando dispone de dones naturales y de una asignación de elementos casi paradisíacos que debiesen permitirle luchar en solitario para desasirse de esa mano que le mece una cuna con las barandas bajadas y a la que no le importa en exceso que se despeñe el bebé.
Me impactaron sobremanera las piezas de Frances Gallardo y de Rogelio Báez Vega, pero como no resulta factible elevarlas a imagen, me devuelvo, para enfatizar la potencia global de la muestra y, sin salir de las salas del museo, a la figura de la curadora, a la personalidad comprometida de Marcela, alguien que, sin tener ascendencia boricua, manifiesta con los hechos, con lo ingente de la tarea de reunir a este medio centenar de artistas puertorriqueños, sus lazos con la isla. Unos lazos que apelan a los puertorriqueños, a través del arte, a revindicar que se les deje de tratar como ciudadanos de segunda, a que eleven la voz isleña para sacudirse la etiqueta de colonia, porque coincido con el espíritu de la exposición y el confeso de Marcela, de que Puerto Rico sigue siendo una colonia. Y si primero fue España durante muchos siglos quien ejerció el rol de capitán de esta hermosa balsa de piedra que es Puerto Rico, después y ahora fueron y son los Estados Unidos quienes nos mantienen a su estela, en una tierra de nadie antinatural como es la condición de estado libre asociado.
El sentimiento de desnudez de este Puerto Rico que mantiene unos elevados índices de precariedad en cualquiera de los aspectos que dan al bienestar de los pueblos, incluso los que procuran la dignidad de los ciudadanos, se ha puesto de relieve a través de esa cincuentena de artistas patrios que denuncian con sus obras esa dejadez institucional que ha sumido al país de Marcela, y al mío propio, en un socavón del que solo vamos a poder salir subiéndonos los unos a los hombros de los otros hasta asomar por el borde y comenzar a rellenarlo de iniciativas, esfuerzo, creatividad y orgullo genealógico para que no vuelva a producirse.
No deja de ser la exposición un acto revolucionario, una exportación del malestar creativo al corazón del continente, nada menos que a Nueva York; una exteriorización del alarido de un sentimiento de pertenencia a un Puerto Rico que, pese a su depauperación económica, está por encima de cualquier sumisión continuada.
Invito a los puertorriqueños residentes en la Gran Manzana, y también a los alejados de ella, a visitar esta exposición, un exorcismo mancomunado de artistas nuestros que han querido coreografiar su desazón, pero también su esperanza, gracias a una curadora a la que uno votaría por ella, si fuese posible escogerla como gobernadora de un país soberano por fin.
Ciertamente, y como reza el verso y lema superpuesto, no existe un mundo poshuracán porque Puerto Rico resulta azotado a diario por el mismo, uno de esos que erosiona el optimismo cotidiano y que requiere que desenterremos el hacha de paz de nuestras raíces para alejarlo de nuestra área de influencia y sustituirlo por una brisa generada por nosotros mismos. Puede que al principio resulte insuficiente, pero con el tiempo, el empuje y la creencia en nuestras capacidades como pueblo, bastará para sabernos libres y gestionarnos desde una libertad sin injerencias.