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Opiniones

Mientras más lo pienso

La comunicadora Yolanda Vélez Arcelay resalta los logros de su madre.

Mientras más lo pienso, menos entiendo cómo pudo lograrlo. Apenas tenía 15 años cuando se enamoró. Su vida escolar quedó inconclusa. Ya a los 19 años tenía tres críos que atender. Pudo haber tenido más hijos porque su esposo lo prefería así y en aquellos tiempos la mujer debía contar con el consentimiento del marido para esterilizarse. No era feminista. Aquello era algo todavía ajeno a su formación y eran otros tiempos. Pero en un rapto de audacia que hubiese tenido consecuencias legales, se las ingenió para conseguir una “firma” y burlar tan abusiva imposición del Estado sobre su propio cuerpo.

Bajo la domesticidad del hogar y el tutelaje de su esposo, criaba a sus hijos. Pero muy en lo profundo, seguía siendo una niña curiosa de conocimientos y nostálgica de una vida estudiantil trunca. Siempre había sido buena estudiante y hasta fue becada. Pero cuando el amor llega así de esa manera… Los deberes de esposa y madre, no aminoraron sus inquietudes. Todo lo contrario.

Acompañar a los niños en sus tareas escolares avivaban más su pasión. Un día supo que el entonces Departamento de Instrucción impartía cursos libres. Era mediante módulos que enviaban por correo y que maestros del sistema reforzaban en cursos televisados por WIPR. Haciendo espacio entre las tareas del hogar y con los tres mocosos inquietos alrededor, se concentraba frente a la tele (no para ver telenovelas), sino para culminar los estudios y obtener su diploma de cuarto año. Ya entonces, nada podría detenerla. Era cuestión de tiempo.

Carmen Lydia Arcelay
Foto: Suministrada

Años después aprovechó el ingreso a la Universidad de su hijo mayor para convencer a su esposo de que ella también debía solicitar. El marido le dijo que sí en lo que consideró un acto de condescendencia.

Además, sería conveniente tener una “vigilante” de los muchachos en aquellos tiempos tan convulsos en la Iupi. Desconocía que en un campus tan grande como el de Río Piedras apenas se cruzaban unos con otros. Culminó exitosamente el bachillerato con honores. Decidió incursionar en el mundo laboral como maestra y, sin soltar la opción universitaria, solicitó el grado de maestría. Los muchachos, el marido, la doble jornada…. En fin, concluida la meta saltaba a la próxima. “Vamos pa’l doctorado”, se propuso. Fue de este modo como alcanzó el grado doctoral en Pedagogía con concentración en Historia y, nuevamente con honores.

Así me gusta recordarla: toga, birrete, sonrisa amplia y diploma en mano, mientras todos nosotros la rodeábamos orgullosos.

Mis hermanos y yo crecimos pensando que nuestro padre era el jefe de la familia. Ahora con el paso de los años y, mirando con detenimiento, estoy convencida de que no fue precisamente así. Debo reconocer que mi padre, desde la posición privilegiada que le asignó una sociedad patriarcal, supo hacerse a un lado para ni siquiera intentar detener aquella voluntad arrolladora que lo hubiese logrado con o sin su consentimiento.

Mi madre siempre intuyó su destino, calladamente trazó su estrategia y no dejó que los obstáculos la vencieran hasta lograrlo.