El día en que el coronavirus arrojó un nuevo síntoma: la indiferencia
Me tomó 11 días alcanzar a hacer una pausa para pensar cómo, si en algo, este aislamiento social impuesto por la desagradable llegada del coronavirus había cambiado mi vida.
Sin duda, mucho cambió. Ahora el reloj suena un poquito más tarde y la niña desayuna y comienza su educación a través de una tableta, aunque suspirando y lamentando cada cinco minutos el no poder estar con sus amigos. Mi trabajo es interrumpido infinita cantidad de veces para responder dudas de matemáticas y ciencias, preparar el almuerzo, y responder mensajes de texto y correos electrónicos que no pueden esperar. A eso se suma que mis momentos de relajación favoritos, aquellos que ocurren con el junte con alguna amiga, ahora deben esperar… dos semanas más.
Pero, increíblemente, hay una belleza dentro de ese caos. He aprendido a valorar cada mañana junto a mi hija sin tener como enemigo al reloj que constantemente nos amenaza con llegar tarde a la escuela y provoca que iniciemos el día entre cantaletas y discusiones. Puedo disfrutar en la mesa de su compañía, mientras ambas trabajamos juntas. A sus siete años, poco entiende de la seriedad del asunto, pero sabe que nos corresponde aguantar en casa para no enfermarnos. Sí, hay belleza en esto, me llegué a decir. Hasta que salí a la calle.
Hace unos días me tocó ir al supermercado para volver a llenar mi alacena y me di cuenta que el coronavirus ya había infectado a todos con un nuevo síntoma que me resultaba perturbador: la indiferencia. Por primera vez, tuve que hacer una fila en el exterior para entrar a comprar algunas cosas. La frialdad de aquella fila era impresionante. Nadie sonreía. Nadie se hablaba. Nadie contestó mis “buenos días”. Escenario extraño en una Isla de gente buena, pensé. Imagino que habrá una sonrisa detrás de las mascarillas, me dije. Y tuve demasiado tiempo libre en aquella fila como para analizar que, aunque es un hecho que esas mascarillas sirven de barrera contra el virus, también lo hacen contra la sensibilidad que tanto se necesita en estos momentos.
Entonces, cuando el sicólogo David Pérez Jiménez habló durante una discusión sobre el coronavirus que ofreció el Centro de Investigación Interdisciplinaria y Aprendizaje Subgraduado de la Universidad de Puerto Rico, lo entendí todo: “El distanciamiento debe ser físico, no social”.
¡Este hombre dio en el clavo! El aislamiento social es lo menos que necesitamos en estos momentos en que la incertidumbre nos arropa. Si bien es de suma importancia mantener un distanciamiento físico, para cuidar de nuestra salud, nuestra mejor arma para vencer el miedo y la ansiedad que nos provoca el estar ajenos a lo que ocurrirá con nosotros en medio de la pandemia, es nuestra empatía y sensibilidad para con otros.
Vivir metidos en el temor y en la negatividad de la situación no nos permite darnos cuenta de lo afortunados que somos de que nos toque vivir una cuarentena en una era en la que podemos llamar a los viejos por FaceTime y asegurarnos de que están bien y de que vean a sus nietos. Tenemos la ventaja de que con una orden a través de la computadora o mediante el teléfono, nos llega comida a la puerta de nuestras casas. Nos enfocamos en la pelea que tenemos con el nene que no hace las tareas como se supone, en vez de vacilarnos la poca paciencia que tenemos para lidiar con esos asuntos. Nos quejamos de estar en casa, cuando cada domingo sufríamos porque al otro día teníamos que ir a trabajar.
Puerto Rico se creció cuando María lanzó todo su coraje contra la Isla y siguió empoderándose cuando se lanzó a la calle a ayudar a los ciudadanos del sur después de los terremotos. Unas máscaras y la interpretación incorrecta de “aislamiento social” no nos puede alejar de nuestra esencia generosa. Conteste unos buenos días, guiñe un ojo en señal de saludo si su sonrisa está cubierta por una mascarilla, llame a los suyos cada día y dígales cuánto los ama. Estas acciones nos llenan de salud y vida.
Sin duda, mucho cambió desde que llegó el virus. Pero está en nosotros manejarlo de la manera que me sirva para crecer. Día a día. Disfrutando del aroma a comidas criolla que hay en mi vecindario en el que ahora se cocina todos los días. Tomando un receso para ver a mi hija tomar su clase de baile virtual y ver lo mucho que ha crecido. Poniéndome al día con mis amigas a través de la pantalla de una computadora y riendo con cada anécdota de este encierro.
Sin duda, mucho cambió. Pero yo elijo disfrutarlo y estar pendiente a cada experiencia, para tener muchas historias maravillosas que contar.