Ha muerto un papa
A diferencia de los reyes, los presidentes, los primeros ministros, los emperadores o, incluso, los gobernadores, fallecidos con relativa frecuencia a lo largo de la historia, los papas están revestidos de unicidad.
Los papas mueren poco. A diferencia de los reyes, los presidentes, los primeros ministros, los emperadores o, incluso, los gobernadores, fallecidos con relativa frecuencia a lo largo de la historia, los papas están revestidos de unicidad, de esa exclusividad que concede ser el representante de quizá el personaje más singular que ha existido en la historia de la civilización, si adoptamos el argumento desde la perspectiva occidental: Jesús.
Han sido solo 11 los sumos pontífices a lo largo del siglo XX y el cuarto del XXI; papas dispares en visión, en marcar o no distancias con el fielato, un buen número de ellos proclives al conservadurismo.
Y en esto, 11 años largos atrás llegó Bergoglio, Jorge Mario de nombre, un porteño investido como cardenal por el polaco Juan Pablo II, uno de tantos que no aspiraban a ser papa cuando Benedicto XVI pronunció que no quería morirse en un lecho papal y se retiró a escribir y a rezar tras convocar el imprescindible cónclave sucesorio.
Un Bergoglio que desbarajustando los pronósticos de los supuestamente expertos en asuntos curiales salió investido papa de Roma. El primer pontífice con el español como lengua vernácula desde los Borgia tomó, por primera vez en 2,000 años de travesía papal, el nombre de Francisco en honor al santo, casi al asceta de Asís; declaró a Mateo como su evangelista predilecto y trató de alterar la interrelación entre el papa y los católicos estableciendo, o intentándolo, una relación de proximidad humilde, un desproveerse de la mayor cantidad de ornatos que establecían una distancia insalvable entre el fiel y la jerarquía católica, la tan novelada, pero tan desconocida curia.
Se instaló en la casa de Santa Marta, alejado del lujo vaticano y, pese a que su edad había llegado a los tres cuartos de siglo cuando fue escogido papa, se hacía acompañar de una energía adolescente envuelta en una corriente que pretendía transformadora, de un soplo con aspiraciones a ventilar habitaciones espesas de atmósfera, con la mirada baja para denunciar y pedir perdón por tanta oscuridad como la Iglesia había deparado a demasiados.
Viajó y viajó; fueron alrededor de 66 los países visitados, algunos de ellos remotos hasta en los mapas: Papúa - Nueva Guinea, Indonesia, Timor Oriental, Singapur, estos últimos constituyeron su viaje más prolongado, en 2024, cuando había doblado definitivamente la rodilla y su movilidad requería de ayuda rodante. Dio visibilidad a la comunidad LGTBI+ (aunque frecuentemente sus palabras eran malinterpretadas por muchos simpatizantes de dicha colectividad), organizó comisiones de investigación de la pedofilia sacerdotal ocurrida en demasiadas diócesis, se esforzó por integrar a la mujer en el canon eclesiástico (con la oposición frontal de no pocos), intentó la simplificación de la burocracia vaticana, tan hermética, tan inaccesible al ciudadano, al feligrés, al católico. Incluso, se invistió de accesible y cercano y hasta escribía cartas ológrafas a desconocidos y llamaba por teléfono en primera persona a interlocutores asombrados por la naturaleza del llamante. Exhibía una proximidad como no se recordaba en decenios proveniente del máximo jerarca de la fe occidental.
Francisco, el tercer papa del siglo XXI, ha muerto. En pie de lucha. Sin renunciar a sus deberes, incluso mientras él posiblemente sospechaba que eran sus últimas jornadas de permanencia en el mundo de los seres animados, cuando la vida se le escurría por los maltrechos alveolos, deforme de rostro, fatigado de habla, pero en primera línea de frente, lúcido hasta el postrero estertor, sabedor de que la muerte le sobrevendría con el báculo en la mano, con la mitra calada, defendiendo a los sencillos, a los necesitados de admisión en este planeta.
También a los migrantes. Hizo una defensa de este grupo de la humanidad, de este abandonar forzoso de la tierra nativa de individuos acosados por la precariedad, en su última recepción a un mandatario, ocurrida apenas un día antes de su fallecimiento, paradójicamente, ante el vicepresidente de Estados Unidos, JD Vance, caracterizado, cuyo país está caracterizándose por su aversión al inmigrante pese a ser el supuesto país más poderoso de la tierra, que dicho sea de paso tambi’en es una nación forjada con gentes provenientes de los cuatro puntos cardinales del orbe.
Quizá ese último mensaje emitido, por un poderoso sencillo a otro poderoso complejo, constituya el testamento vital implícito de un papa que no se olvidó de rezar por Puerto Rico cuando Irma y María pusieron al descubierto las debilidades estructurales de una isla de un calado cristiano ancestral que ha mostrado un sentimiento generalizado de condolencia proveniente desde las más altas esferas de la política y de la iglesia hasta de los boricuas más desvalidos en lo social.
Ha muerto Francisco, un papa singular que pisó un suelo impropio del boato que de ordinario ha rodeado a los pontífices de Roma. Ha muerto ese papa tan querido por el pueblo, pero que despertaba recelos ideológicos en las clases más acomodadas, en las élites políticas y económicas de un mundo al que regía en lo espiritual.
Francisco, hombre de principios, ha llegado a su final con un juicio más que favorable de una mayoría de fieles que rezan para que el próximo pontífice retome su estela transformadora de una Iglesia católica necesitada de acoplar su paso al de la evolución.