El beso planetario no consentido
Si el movimiento #MeToo se erigió como un tsunami planetario, en el 2017, como consecuencia de las acusaciones hacia el productor y ejecutivo cinematográfico estadounidense Harry Wenstein, y tanto su lema como su mensaje permanecen hoy día, un nuevo episodio de presunto acoso masculino hacia una mujer, valiéndose de una posición de preeminencia, ha reforzado el Me Too y se ha propagado por el planeta a la velocidad de las redes sociales y los medios de comunicación, muy superior a la de la luz, contradiciendo a Einstein quien teorizó que nada podía viajar más rápido que ella.
El hecho sucedió en Sídney, durante la ceremonia de entrega de medallas del reciente campeonato mundial de fútbol femenino, y tuvo como protagonistas, activo y pasiva, respectivamente, a dos españoles: el presidente de la federación de fútbol del país y una de las jugadoras que se acababan de proclamar campeonas del mundo, Jenni Hermoso.
Sucedió, pues, a la vista de todos, del planeta fútbol como espectador, con las cámaras de la televisión oficial que había retransmitido el evento, y a la vista también de miles de celulares de espectadores presentes en el campo de los que algunos han captado otros ángulos del beso; porque fue un beso en la boca, al parecer no consentido, el que ha abierto las compuertas de la contención y ha desbordado la paciencia de un movimiento feminista que se muestra inexorable, a escala terráquea (salvo excepciones de países tan totalitarios como impermeables), a la hora de no retroceder un solo centímetro en los pasos ganados ante ciertos comportamientos machistas.
El directivo español, Luis Rubiales, en un estado de excitación visible tras el triunfo obtenido por la selección de su país, tras un breve intercambio verbal del que no ha trascendido su literalidad más allá de las versiones, contradictorias, aportadas por uno y por la otra, agarró por la cabeza a la jugadora y le propinó un beso en la boca de apenas dos segundos de duración, suficientes para acabar con la reputación –pese a su resistencia y su atrincheramiento – y con el cargo de un dirigente que, en España, gozaba de antecedentes poco ejemplares, pero que no habían trascendido mucho más allá del ámbito deportivo.
Algunos, quizá todavía demasiados, podrán pensar que menos de dos segundos de contacto labial, en un momento de éxtasis celebratorio, no pueden constituir un hecho siquiera punible porque cabe atribuirlo a la euforia y no a cualquier variante de la agresión sexual, que es lo que el Código Penal español tipifica para estos casos.
Pero la palabra clave, el término sobre el que se ha sustentado la acusación de la jugadora, a la que, no obstante, algunos sectores le reprochan el cambio de actitud en sus declaraciones, y el pandemonio feminista casi universal que ha rebrotado con el episodio (incluso la ONU, perdido el peso geoestratégico como organismo, se ha pronunciado, valiéndose del caso, sobre los abusos sexuales en el deporte), no es otra que “consentimiento”, máxime al tratarse de un incidente entre un superior jerárquico y una “subordinada” por estar la deportista amparada, y remunerada, por la federación española, la que preside, más bien presidía, el tal Rubiales.
Entramos en el territorio del delito. En España, pero también, en lo que nos atañe, en Puerto Rico. Y aparece en la escena el ámbito laboral, porque pese a que el beso –que acabó siendo no consentido– se produjo en un terreno de juego, el contexto pudiese ser laboral por la mencionada relación entre ambos protagonistas y por estar la selección española de fútbol femenino sufragada por el organismo federativo.
Delito es en Puerto Rico el que un patrono o empleado hostigue sexualmente, de cualquier manera, a cualquier otro empleado. Delito es también que no solo un patrono fuerce a alguien con ánimo carnal, sino cualquiera de los trabajadores haga lo propio con cualquier de sus compañeros o compañeras, siendo además el incidente, del alcance que sea, causa inmediata para el despido.
Y es que “consentimiento” es la palabra troncal sobre la que se deben cimentar las relaciones personales, no importan los sexos; si una de las dos partes no quiere, dos ni deben ni pueden porque lo contrario es forzar, someter –no importa la relación entre ambas– si media la igualdad jerárquica o la diferencia de cualquier rango. Solo el sí es sí.
Las agresiones sexuales, en todos sus órdenes, siguen siendo una lacra social que necesita de movimientos publicitarios como el de Hermoso y Rubiales para debilitarlas en número y para advertir que no solo las violaciones son agresiones sexuales, sino que cualquier roce o beso no consentido son consideradas como tales.
Conviene recordar que la posición de superioridad jerárquica en el trabajo, circunscribiéndonos de nuevo a Puerto Rico, no concede otra autoridad que la laboral; no faculta para obedecer ventajas o favores sexuales porque, además de comprometer a la parte acosadora penalmente, puede provocar su despido inmediato.
El caso del presidente besucón español ha reactivado las alertas no solo feministas, sino de esa mayoría social que cuestiona, que cuestionamos –me incluyo– esas actitudes rancias y agresivas, ante la posición de preeminencia entre agresor y víctima; se añade al asunto la exposición pública del momento y la absoluta falta de idoneidad ambiental de unos hechos que, de haberse producido, por ejemplo, en la intimidad de un vestuario, no hubiesen tenido parecida trascendencia a pesar de haber tenido la misma connotación de no consentido.
Se requiere de educación continuada para derribar las brechas del hostigamiento y la agresión sexual, pero de vez en cuando no vienen mal sucesos explosivos como el del directivo y la deportista para evidenciar la todavía turbiedad de demasiadas relaciones…no consentidas. Bienvenido, pues, el escándalo si ayuda a erradicar conductas que, si parecían eternas, parecen tener fecha de caducidad.