Las dragas: ¿son indecentes y obscenas?
El licenciado Jaime Sanabria Montañez reflexiona sobre el Proyecto de Ley presentado por la representante Lisie Burgos Muñiz, del partido político Proyecto Dignidad, para enmendar el artículo 137 del Código Penal de Puerto Rico.
A la hora de exteriorizar nuestras ideas, nuestra intimidad, nuestra personalidad, siempre estamos constreñidos por el lenguaje.
El lenguaje como límite de nuestra ideología; cuanto más preciso, cuanto más profundo, más podemos entendernos comunicativamente.
La breve introducción se debe al Proyecto de Ley presentado por la representante Lisie Burgos Muñiz, del partido político Proyecto Dignidad, para enmendar el artículo 137 del Código Penal de Puerto Rico y que tiene como objeto troncal la protección, en el sentido más absoluto del término, de los niños frente a la obscenidad.
Pese al detalle en la descripción de lo que resulta “obsceno”, la propuesta legislativa no precisa hasta qué edad se entiende la condición de niño, o si la misma se equipara a las tipificadas por ese mismo Código Penal para otros delitos, omisión que podría generar más conflicto del que trata de resolver.
Pero al margen de concreciones cronológicas, cabe destacar que, según el proyecto, la “obscenidad” parece infinita. Cualquier alusión a la sexualidad aplicada sobre la infancia parece, según la Exposición de Motivos, generadora de traumas insolubles en la edad adulta. Catastrofizar lo macro, tomar el todo en lugar de lo particular, a mi juicio, no resulta la mejor forma de aportar solvencia al Código Penal en este tema.
En su propuesta, la representante detalla, literalmente, que entre los temas que son regulados se encuentran: la indecencia, la obscenidad y el contenido comercial en la programación de televisión para niños.
Conceptos los de la “indecencia” y los de la “obscenidad” que solo dependen de la mirada de quien los define, porque la realidad no existe, solo toma forma en la consciencia de cada individuo. Resulta peligroso, pues, de entrada, proponer reformas de calado en el Código Penal (y en cualquier otro Código) amparándose en la interpretación particular y subjetiva de determinados conceptos.
Pero lejos de arredrarse en la exposición de motivos para sustanciar la ampliación del 137, el Proyecto ve obscenidad por doquier y lo lleva, incluso, sin nombrarlas expresamente, al territorio de las drag queens y sus drag shows con una literalidad que no deja lugar a interpretaciones: removerse la vestimenta con fines de crear un interés erótico y despertar las pasiones sexuales, personificar al sexo masculino o femenino con vestimenta alusiva al sexo masculino o femenino, sin limitarse a la utilización de pelucas, máscaras o maquillaje grotesco en un establecimiento, facilidad abierta o cerrada, pública o privada, restaurante, teatro, vía pública o toda propiedad donde se realicen actividades artísticas o que brinden entretenimiento infantil o familiar.
Lo que realmente me preocupa es que se puede comenzar por censurar a una drag queen y se puede terminar por quemar los libros que no se ajusten al ideario de quien controla la cultura, las ideas, el poder. Y me refiero a algo que puede ocurrir en ambos bandos del espectro ideológico.
Conviene distinguir el contenido sexual sensible capaz de insertarse en la inocencia sin criterio de los niños de lo que es una manifestación artística que no pretende adoctrinar, ni influenciar, ni someter el pensamiento de quienes consumen sus espectáculos, adultos o niños. (Y aprovecho y aclaro que no estoy defendiendo la lectura de cuentos habida hace unos meses, en donde varias dragas acompañadas de funcionarios, hicieron una lectura de cuentos que contenían explícitamente ciertas ideas sobre la sexualidad humana. Esto último estuvo mal y fue altamente impropio).
Pero, en esta tesitura, me parece que la propuesta legislativa escrita se extralimita al desplegar la totalidad de su arsenal nuclear en favor de la defensa de su concepto de “obscenidad” porque aplica su lente particular y lo deflagra todo, lo obvio y lo interpretable, lo incontestable y lo obsesivo.
No se debe censurar, ni menos sancionar, contextos culturales asentados en la sociedad desde mucho tiempo atrás, máxime, como los de los transformistas, cuando sus espectáculos no parecen haber causado traumas a niños de cualquier edad.
Si promueve prohibir el transformismo como arte, como sentimiento de algunas personas que gustan modificar sus atuendos y sus capas exteriores para igualmente modificar circunstancialmente su sexo con fines artísticos, ¿se deberían también prohibir las múltiples letras del reguetón que se pueden manifestar obscenas a juicio de algún legislador? ¿Se deberían prohibir las escenas eróticas en las películas? ¿los escotes que no dejan nada a la imaginación? ¿Se debería, incluso, prohibir la puesta en cartelera de Barbie por supuesta promoción de la homosexualidad como ha ocurrido en algún país árabe?
¿Quién determina los lindes de lo obsceno y lo consustancial de la especie a la que pertenecemos, musculada evolutivamente y con millones de casuísticas distintas en función de individuos, nacionalidades, asociacionismos, determinismos, culturas y regímenes políticos?
Quizá si la propuesta se redacta de una forma menos amplia y vaga, y sin tratar de incorporar tantos elementos subjetivos, la misma pudiese contar con el favor social porque la defensa de la infancia de injerencias sexuales, en exceso explícitas, para las que su grado de desarrollo no está preparado es uno de los pocos asuntos que no admiten discusión.
Conviene ser muy escrupuloso cuando se regulan los derechos y las barreras de colectivos tan sensibles como el de la infancia. Conviene no dejarse cegar por lo consuetudinario porque la evolución es imparable y las metamorfosis que la penetración de la tecnología y las herramientas comunicativas han introducido en la cotidianidad forman parte de esa evolución.
Se hace necesario, pues, aplicar medidas de protección para que un exceso de precocidad no lleve a los niños a conductas más propias de adultos que de infantes, pero conviene también comedirse, dejar los fantasmas propios y encasillar a las manifestaciones culturales (cine, literatura, drags, teatro…) como tales y no verterlas a represión.
Y es que cualquier tipo de represión solo comporta un efecto rebote porque la curiosidad humana es insaciable, en particular cuando le escamotean comportamientos que se dan en ámbitos accesibles.
Solo educar, educar con amplitud de perspectivas, con argumentos entendibles para cada rango de edad, es el único trayecto para lograr un equilibrio emocional personal que redunde en un equilibrio social conjunto.