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Opiniones

Algunos capos ya no trafican drogas, trafican datos

El licenciado Jaime Sanabria Montañez reflexiona sobre la ausencia de leyes que protejan a los usuarios de la internet.

Licenciado Jaime Sanabria Montañez.
Foto: Suministrada

Cuando a mediados de los años 90 – apenas 30 años atrás – el Internet comenzó a dejar de ser esa “moda sin futuro” que no pocos de los tenidos entonces como expertos profetizaron su escaso recorrido como aplicación informática, la Red era un territorio inexplorado, sin escrituras de propiedad, sin expedientes de dominio, donde la pérdida de privacidad de los navegantes ni tan siquiera se conjeturaba.

No ha habido en la historia de la humanidad un “invento” que haya transformado nuestra civilización, con más alcance y celeridad, que el Internet, hasta el punto de que, si colapsara y no fuese posible levantarlo, las consecuencias podrían ser equiparables a las de una guerra.

Sin duda, el Internet, sin pretenderlo, sin que nadie lo diseñara para ello, se ha convertido en ese Gran Hermano que nos vigila, nos somete, nos condiciona los usos y las costumbres, nos hurta nuestra intimidad y conoce más de nosotros que nosotros mismos.

Para paliar la voracidad de expansión de la Red, y la subsiguiente penetración en nuestras cavidades más íntimas, los Gobiernos y las ligas de países y naciones comenzaron a regular los derechos del usuario para preservar su privacidad.

Europa, como acostumbra, pionera en la salvaguarda de los derechos individuales, comenzó a legislar a favor de la protección de los datos del usuario a finales de la década de los 90 del siglo anterior, pero el fenómeno del Internet no había adquirido las proporciones necesarias para tomarlo como marco referencial de esa protección. Sin embargo, con su evolución, con su ampliación de funciones y la invasión en nuestra cotidianidad de usuarios, fue necesaria adaptar la protección de los datos personales a la complejidad del Internet y de esa alianza surgió, allá para el 2016, el Reglamento Europeo de Protección de Datos, estrechamente vinculado a la Red.

En EE.UU. las leyes que protegen la privacidad del ciudadano (en particular, la ley CLOUD) son más permisivas que las europeas y, al no estar armonizadas con aquellas, ocasionan conflictos que acaban resultando perjudiciales para la preservación de la intimidad digital de los ciudadanos de ambos bloques demográficos.

Situándonos en Puerto Rico, ese satélite de una superpotencia que se ocupa y desocupa de nosotros a la vez, como el gato de Schrödinger, que podía estar vivo y muerto también a la vez, observamos, en contraposición con la abundancia de clorofila que caracteriza lo nuestro, un desierto legal sobre esta materia que deja al ciudadano, al usuario, al trabajador puertorriqueño en última instancia, en una posición de vulnerabilidad en lo que concierne a la preservación de su intimidad.

La materia prima más valiosa del Internet es la información que se desprende del por igual usuario que consumidor de cualquiera de los servicios que ofrecen todas y cada una de las empresas que han abierto sus ventanas al Internet, en estos tiempos pospandémicos, la inmensa mayoría.

Valemos lo que informamos sobre nosotros, sin pretenderlo; desde nuestros hábitos de navegación, sin proporcionar nuestro consentimiento para ser explotados publicitariamente, expuestos a su majestad “El Algoritmo” para que entresaque de nosotros las moléculas informativas que posibilitarán a esas firmas digitales oscuras existentes en la Red y nos ofrezcan publicitariamente productos y servicios atendiendo a nuestros gustos al desnudo.

No necesariamente existe en Puerto Rico una ley específica que nos proteja de esa especulación digital (las leyes de protección personal existentes están diluidas en otros contextos). Tampoco es posible hallar regulación que garantice la privacidad de los datos de las personas que acumulan las empresas, incluyendo patronos, como de la misma forma tampoco existe legislación para sancionar a las compañías que prestan servicios externos a las empresas cuando comercien con los datos que obtienen de estas.

El tráfico de datos aporta más beneficios que el tráfico de drogas, de ahí que cualquier negocio, con independencia de su volumen y su actividad, busque conseguir tráfico en su red; tráfico de calidad, tráfico selectivo que propenda al consumo de lo que ofrece; de ahí el valor de esos datos, segmentados, empaquetados para distribuirlos por ese planeta alternativo que ha crecido en paralelo al habitable, al físico, en apenas 30 años.

Y como la primera obligación de cualquier Gobierno es la de proteger a sus ciudadanos, y esa protección abarca a todas las esferas del día a día, se hace necesario exigir al Gobierno, y por extensión a los funcionarios del pueblo, que atiendan el vacío legal que existe en nuestra isla en materia de comercialización de nuestra intimidad digital, desguarnecida ante la ausencia de regulación al respecto.

No tenemos tan siquiera que inventar algo, podemos, incluso, imitar a los mejores, realizar un benchmarking digital en lo que concierne a la protección de datos y adoptar y adaptar, por ejemplo, el modelo europeo a las particularidades de Puerto Rico. De entrada, esta deseable legislación solo parece estar sujeta por la voluntad política de abordar y reparar la carencia.

No resulta sencillo en Puerto Rico acelerar de cero a cien en cinco segundos, porque el vehículo patrio del progreso utiliza un combustible con escaso octanaje y, por consiguiente, presenta déficit en el poder de aceleración, pero tenemos la obligación, como nación que se pretende evolutiva, acogedora más allá de lo atmosférico, de lo biológico y como útero del reguetón, como país que busca salir de su depauperación económica y migratoria, de acogernos a las oportunidades que las zancadas tecnológicas ponen a nuestro alcance, pero para ello se requiere primero de voluntad y luego de riesgos políticos para apostar por el hoy con miras a abandonar el ayer, con la portería de los derechos personales cubierta por una normativa ya existente en numerosos países, algunos de los cuales encabezan los mismos rankings que nosotros cerramos en demasiados casos.

Se trata de querer primero para poder después, solo hay que dejar de mirar hacia adentro y reflejarse en los espejos que dan al mañana.