El gobierno no miente
A los hacedores de la desinformación en el mundo privado y público quienes tanto se esmeran para no mentir.
El gobierno no miente. Sólo se organiza para esconder las verdades inconvenientes. Quienes mienten son algunos gobernantes y funcionarios cuando no consiguen esconder sus actos u omisiones negligentes o culposas. A veces delinquen encubriendo, o siendo partícipes directos, o instruyendo a otros para que incumplan sus deberes.
Pero, aun el acto de mentir no es un delito. Cuando se miente bajo juramento sí, que lo es; cuando se miente en el proceso de cometer un delito junto a otros o violentando una obligación del puesto o cargo abusando del mismo también se comete delito.
Supongamos pues, para efectos de este artículo, que el gobierno no miente, como nunca lo hizo Jorge Washington, ni el gobierno estadounidense. Sólo seamos capaces de creer que no lo hace, que nadie tiene necesidad de recubrir, ni de encubrir nada. Sorprende saber que a eso nos dirigimos a causa de una fuerte corriente anti transparencia que recorre la de por sí, laberíntica estructura corporativa-gubernativa.
La anti transparencia corporativa-gubernativa permite esconder muchos de los procesos previos a la contratación y los contratos mismos, hasta que ya es muy tarde. Veda o hace imposible alcanzar el acceso a información esencial que permitiría conocer si a alguien se le favorece, o se le favorecerá ilícita o inmoralmente. Contrataciones, otorgamiento de permisos, licencias, decretos y exenciones contributivas; cesiones de derechos, concesiones, mucho de ello, ocurre tan apartadamente del campo visual de la gente, gracias a las trabas y laberintos que se crean.
Muchos de estos mecanismos son sacados de las peores prácticas y de los repertorios que se diseminan internacionalmente con los cuales se aniquila la esperanza y el sentido que puede tener la gobernabilidad que procure equidad y justicia. Por ello, manda el mercado a sus monigotes quienes gobiernan. En las colonias, como su medallista de oro, Puerto Rico, esto sucede en grado superlativo.
Grandes parcelas anteriormente reglamentadas, sujetas a algún control, fueron disueltas o las hicieron decorativas, pero no efectivas. Se entregó buena parte del patrimonio de lo reglamentable a intereses privados.
En cada vez más áreas, algunas esenciales, se ha delegado la función eminentemente pública a esos intereses privados, mientras se instauran mecanismos ficticios de control que no atienden nada, o que imponen convenientes ajustes para intermediar y comisionar ---ordeñar---los negocios jurídicos. Todo esto sucede mientras se simula un espacio de libertad y participación ciudadana mucho más precario de lo que pueda imaginarse por varias razones.
Primeramente, no se educa a la ciudadanía para entender los fundamentos del gobierno y de la aspiración democrática, ni para vivir su condición ciudadana la cual supone el ejercicio de derechos y el cumplimiento de deberes. En segundo lugar, se complican tanto las operaciones gubernativas que se tornan incomprensibles e ininteligibles, excepto para un puñado de personas. En tercer lugar, salvo escasas excepciones se carece de la información o del manejo de la misma para traducirla a la masa de simples espectadores que ni siquiera miran.
Los efectos de este proceso depredador de la institucionalidad pública van mucho más allá de la inequidad e injusticia que siembran; de la incapacitación por décadas de los recursos del país, y del pillaje, bandidaje y saqueo que con estos se estimula y propicia. Se pulveriza cualquier noción de credibilidad y confianza en las instituciones públicas y privadas, produciéndose un efecto de aniquilación de lo social, de la solidaridad necesaria, del vínculo que nos une y nos permite ser parte de un proyecto, de alguno, que supere las fronteras del yoísmo o del egoísmo.
La matanza de la dimensión social real, no virtual, necesita aniquilar la esperanza y la confianza de la gente. Una vez ésta se pierde o se torna nominal, operan el reguerete y la centrífuga. Así es que podríamos llegar a dejar de ser colectivamente, pues sin identidad ciudadana, opera sólo la autómata oferta y demanda, la cuadrícula de la ganancia, la renta o el beneficio individual, sin que importe que un rayo parta a los demás y a su conjunto disuelto.
Dentro de la ingobernabilidad que es un efecto, hay una selva de profunda ignorancia de los gobernantes que ni saben con el fuego que juegan. Se juntan al no saber, sus apetitos voraces y su desconocimiento del bosque de causas y efectos en planos fundamentales como el familiar, el vecinal, el comunitario, el social, el plano internacional y el institucional.
Los ciudadanos tampoco sabemos, y se nos esconde lo poco que aportaría claves para empezar a entender por dónde debemos comenzar. Pero el gobierno no miente, ya no le hace falta. Mientras más nos informe su desorden, más incoherente e incomprensible se torna todo lo que deshace y más impunes quedan los que se reparten el país y el mundo a dentelladas.