Todas las sangres son iguales ante la ley
El licenciado Jaime Sanabria lamenta una restricción sobre las transfusiones de sangre.
En ocasiones, en demasiadas, algunas de las normas que impone la sociedad para tratar de preservar a la sociedad misma son fruto más de los prejuicios, de los fantasmas, de los atavismos, de los “porsiacaso”, que derivadas de una actualización acorde con el progreso científico y a una línea de pensamiento propia del actual grado de evolución.
Tengo un amigo puertorriqueño que tiene un padre igualmente puertorriqueño, como la práctica totalidad de mis compatriotas. Tengo un amigo homosexual que tiene un padre. Tampoco la frase esconde algo inusual porque parece común a una mayoría de ciudadanos. Tengo un amigo homosexual que tiene un padre que se está muriendo. Tampoco esto lo convierte en una excepción porque biológicamente los hijos suelen sobrevivir a los padres, y amigos homosexuales, en estos tiempos en los que los homosexuales no necesitan ocultarse, los tenemos también una mayoría. Tengo un amigo homosexual al que no le permiten donar sangre a un padre que la necesita porque hay una norma federal que lo impide. Es ahí donde lo excepcional se alinea con lo incomprensible y donde entran en juego los mencionados prejuicios, atavismos y precauciones que provienen más de lo social que de lo salubrista, más de los estigmas que lo epidemiológico.
Sucede que esta prohibición de donar sangre se extiende a aquellos varones homosexuales que hayan tenido una relación sexual con otros hombres en un espacio de tiempo inferior a tres meses. Si se da esta circunstancia, la donación no resulta posible, ni siquiera en casos extremos como el descrito para salvar o prolongar la vida de un padre.
Ni en los EE.UU. ni en Puerto Rico se alude expresamente como prohibición a este rechazo, sino como aplazamiento, debido a que un candidato que no es elegible en un periodo puede serlo en otro posterior si cumple con los requisitos, con esos mismos tres meses de abstinencia; circunstancia que no deja de ser equiparable, si la voluntad de donar persiste, a uno de aquellos cinturones de castidad medievales que impedían las relaciones carnales.
El motivo salubrista de esta imposibilidad quiere justificarse con la posibilidad de transmitir a través de la sangre de estos hombres, solo hombres, que han tenido relaciones sexuales con otros (a las mujeres que tienen relaciones con mujeres no les afecta, aunque también se impide su donación si han tenido relaciones con hombres que las hayan tenido con otros hombres) algunas enfermedades, en particular el VIH y, en menor medida, las hepatitis B y C.
Y aunque la precisión de los análisis a los que se somete la sangre, cualquiera, donada han disminuido el riesgo de contagio hasta lo casi despreciable, las restricciones continúan. Para muestra de lo casi infinitesimal de los riesgos por contagio en una transfusión con el virus VIH, cabe decir que, según el informe de vigilancia de 2015 de Canadian Blood Services, el porcentaje de infección transmitida por transfusiones de VIH era de solo 1 de cada 21.4 millones de donaciones.
Se desprende de esta cifra tan insignificante que todavía la igualdad plena de derechos está muy distante de ocurrir, que a un heterosexual no se le pone ninguna restricción a la hora de donar sangre, por muy promiscuo que sea, por muy pervertidas que pudiesen ser sus prácticas sexuales.
La realidad geográfica urbi et orbi de esta restricción es muy diversa. Desde países donde ese colectivo homosexual está incapacitado por ley para donar sangre, hasta otros muchos en los que no se establece impedimento alguno, pasando por otros en que el aplazamiento queda fijado en un año tras una primera tentativa y otros que periodifican estas moratorias en tres, cuatro o seis meses.
Sucede cuando se prospecta la naturaleza de cada uno de los países en que existe un totum revolutum, porque países tenidos por liberales como Islandia conservan la prohibición extrema y otros menos aperturistas en materia de libertad sexual como pueden ser Bielorrusia, Rusia o Bulgaria, por decir solo algunos, no contemplan ningún tipo de traba a la hora de donar sangre por parte de este colectivo.
Se entiende –aunque no por ello se justifica– que naciones como Malasia, Irán, Filipinas, Venezuela o los Emiratos Árabes Unidos, por su escasa tolerancia con los colectivos LGTBI, impidan de un modo permanente la donación a este grupo homosexual masculino, pero la ciencia progresa por igual en el planeta y si unos países desprecian, por insignificante, o por un mayor celo en la analítica de la sangre donada, la posibilidad de infectar a los receptores, los otros también estarían en disposición de hacerlo.
Carece de sentido que países tan evolucionados como Alemania, Italia, España o Francia, entre otros muchos, no presenten ningún tipo de reparo relacionado con una potencial mala praxis sexual, y los EE.UU., con la aplicación de algunas de sus normas a nuestro Puerto Rico, el país hegemónico del planeta en lo que concierne a tecnología y a avances científicos, imponga ese periodo de tres meses de aplazamiento para prevenir posibles transmisiones contagiosas.
No se tiene constancia, en ninguno de los cuatro últimos países mencionados europeos, que los receptores de sangre se hayan infectado con el VIH o con la hepatitis B o C. La conclusión resulta patente: si unos países pueden, y sobre todo quieren, los demás también, solo que les resulta más cómodo refugiarse en el inviable riesgo cero (no existe en ninguna de las actividades humanas, siquiera en las divinas) para mantener esa barrera sin acabar de demolerla hacia un colectivo LGTBI en el que la de los homosexuales masculinos ha sido la facción más perseguida desde cualquier óptica de la historia y de la geografía.
Se necesita eliminar cualquier muro que menoscabe los derechos de cualquier minoría como la de los homosexuales frente a la mayoría de población heterosexual. Las personas tienen –tenemos– libertad para elegir sus creencias y sus apetencias, y si algo tan noble, tan solidario como es una donación de sangre, ya sea como en el caso de mi amigo para auxiliar a su padre, o para que recaiga sobre un receptor anónimo, se restringe en virtud de no querer aplicar toda la potencia de la ciencia médica para minimizar los riesgos de contagio hasta lo casi infinitesimal, algo no termina de encajar en nuestra convivencia.
Normas como esta promueven la continuidad de los guetos emocionales, la polarización de la sociedad, la adopción de letras escarlatas, la no aceptación del diferente y la imposición de una versión moderna de la estrella judía de seis puntas en los brazaletes de demasiados.
No quiero dejar de señalar, como emblema de esa discriminación, el ejemplo de Alan Turing, padre de la ciencia computacional, precursor de la informática moderna, promotor del algoritmo al que se recuerda “popularmente”, por si lo anterior ni resultara suficiente, como el que descifró los códigos nazis de comunicación a través de la máquina Enigma de su invención y que se calcula que acortó el final del conflicto dos años, con la evitación de millones de pérdidas de vidas humanas.
Pero sucedía que Turing era homosexual y pese a su prolija hoja de servicios en favor de la humanidad y de su evolución, los servicios secretos británicos no le dieron tregua y lo procesaron por serlo. Las circunstancias de su muerte, ocurrida tras morder una manzana impregnada con cianuro, permanecen oscuras, y todavía se especula si fue suicidio o asesinato. El indulto de Turing fue desestimado por el primer ministro británico Cameron en 2012, quien adujo que, en ese entonces, la homosexualidad era… delito, nada menos que delito. No sería hasta 2013 cuando el honor y la dignidad de su persona fueron reparados, tras ser indultado de todos los cargos que pesaron y seguían pesando en la historia contra él. ¿El detalle? Que el genio llevaba 69 años muerto, prematuramente por el acoso al que lo sometieron las autoridades británicas solamente por el hecho de ser homosexual.
El que yo esté redactando este texto se lo debo, en parte, a Alan Turing; el que mi amigo homosexual no pueda donar sangre en Puerto Rico –pero sí en Alemania– por el hecho de serlo, se debe a que al igual que, en 1954, se consideraba delito ser homosexual, en el presente existe una norma, que no deja de ser caprichosa, que impide a un padre recibir la sangre de su propio hijo solo porque no le gustan la mujeres y ha tenido relaciones con hombres (no importa si monógamas, adoptando precauciones, o promiscuas, la norma no discrimina).
Solo la educación, el revisionismo, la comparación con los mejores, parece ser el único camino para revertir prohibiciones que más nos acercan al medievo que al mañana.