La protección del cerebro como derecho humano
Columna de opinión del profesor de derecho laboral, el licenciado Jaime Sanabria Montañez.
Solo hay que contemplar a una violinista interpretando un nocturno de Chopin para reflexionar sobre el órgano más complejo habido desde la formación de la tierra – 4,500 millones de años atrás – hasta el presente, a saber, el cerebro.
Leer el lenguaje musical, tenerlo interiorizado, memorizado hasta el más mínimo detalle de su singular alfabeto; asir el arco con una mano y con la precisión necesaria para deslizarlo canónicamente por las cuerdas; presionar esas mismas cuerdas con los dedos de la otra mano, infligiendo la celeridad y la presión necesaria para guardar estricta fidelidad con la partitura, todo ello en millonésimas de segundo, quizá menos, incluso, simultaneando los sentidos del oído, vista y tacto, confluyentes en ese órgano aludido que distribuye las instrucciones necesarias a la violinista, en la misma fracción infinitesimal de tiempo, para que la pieza suene como pretendía el polaco cuando compuso su nocturno, es una maravilla que, por cotidiana, pasa desapercibida si no nos detenemos a pensar en los mecanismos que la hacen una realidad.
Ese órgano inigualable, que parecía a salvo de injerencias por su extrema complejidad, está en riesgo porque la ciencia parece estar consiguiendo adueñarse de él y comenzar a someterlo, cuando menos parcialmente, no solo con fines terapéuticos, sino también con intenciones potencialmente perversas.
Sí, no cabe una sola duda de que el cerebro –el humano sobremanera–, pero también el de muchas otras especies del reino animal, supone el artefacto biológico más extraordinario de la creación, tanto que pese al grado de sofisticación de esa ciencia que intenta domesticarlo, la mayoría de la comunidad científica que se ha venido ocupando de él a lo largo de milenios – pero en particular desde la segunda mitad del siglo XX – con estrategias neuropatológicas, de imagen, quirúrgicas y algunas más, no ha sido capaz de desentrañar sus arcanos y, aunque su cartografía lobular esconde cada vez menos zonas oscuras, aún quedan montañas por escalar, valles por descubrir, bosques primarios por identificar...
La progresión de la neurología, en conjunto con la tecnología, ha conseguido implantar dispositivos capaces no solo de conectarse al cerebro y detectar su actividad, sino de alterarla. Decenas de miles de ratones conocen, si les estuviera permitido conocer con raciocinio, el alcance de la evolución tecnológico-científica del ser humano en lo que atañe a la invasión cerebral.
Y aunque todavía enfermedades como el párkinson, el alzhéimer, el ELA y el resto de esclerosis, las esquizofrenias y docenas, quizá centenares, de enfermedades más localizadas en el cerebro no tienen cura, lo cierto es que los científicos siguen cercándolas para, en principio, ralentizar su evolución y después erradicarlas con los años, con las décadas. En la actualidad, transcurrimos en esa primera fase de enlentecimiento de esas enfermedades, tanto las originarias, como las sobrevenidas, como las neurodegenerativas, pero la progresión de los avances se está volviendo casi exponencial por la existencia de un batallón de equipos distribuidos por el globo terráqueo que tienen al cerebro como núcleo de sus trabajos científicos.
En la historia de la humanidad no ha existido una sola rama de la ciencia que haya frenado su progresión investigadora en aras de profundizar en el conocimiento de lo que se ocupe cada una. No han detenido la curiosidad intrínseca del ser humano hacia el conocimiento no empece a razones éticas o morales; siempre hacia adelante, parece ser la máxima de la ciencia, tratando de sortear cualquier barrera por oscura que se advierta.
Existen millones de ejemplos sobre el particular; la energía nuclear es uno de los paradigmáticos. Cuando el Proyecto Manhattan finalizó con la detonación de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, se pensó que se había culminado un ochomil, pero al cabo de muy pocos años la bomba de hidrógeno hizo palidecer la potencia de aquellas dos devastaciones bélicas y, después de esta, se ha seguido evolucionando el armamento nuclear hasta extremos inimaginables a la par que utilizando la energía atómica con fines pacíficos: energéticos, médicos y meramente científicos para conocer el origen del mismísimo universo.
Tampoco el cerebro es ajeno a la progresión dual de las ciencias que hurgan en sus entresijos y, pese a la buena fe mayoritaria de las investigaciones, se contrapone una corriente, minoritaria si se quiere, que intenta acomodar los avances en el conocimiento y la tecnología para hacerse con una cuota de poder derivada de la manipulación de una mente humana a la que se le augura no mucho más de diez años para poder ser leída sin posibilidad de confusión por una inteligencia artificial paradójicamente desarrollada por la inteligencia natural del ser humano.
Pero los pasos previos a esta utopía próxima a ser derribada ya comportan una serie de riesgos para la protección de la intimidad del cerebro. A la vista pues de esa intromisión potencial en nuestro órgano decisorio, se origina un nuevo campo jurídico que resultaba inconcebible siquiera hace menos de una década y que no es otro que la extensión del marco jurídico de la Declaración Universal de los Derechos Humanos para incluir al cerebro como sujeto pasivo –o no tanto– a proteger.
Quizá no haya todavía verdaderos expertos en esta rama del derecho, pero dada la velocidad de los acontecimientos tecnológicos invasivos algunos juristas reputados se han atrevido a pergeñar algunos de los puntos que deberían ser incluidos en esa Carta de las Naciones Unidas para salvaguardar las integridades individuales de los cuatro lóbulos cerebrales.
El primero pasa por la integridad mental, y aunque ya está protegida por algunos estatutos humanitarios en lo concerniente a la salud psíquica, se pretende se haga extensivo a la manipulación ilícita y nociva a través de las neurotecnologías.
El segundo de los derechos promovidos se debería centrar en la protección de la privacidad mental y de las intrusiones no consentidas en los datos cerebrales de los individuos.
El tercero de los propuestos aboga por la evitación de los cambios de personalidad sin consentimiento del propietario del cerebro.
El cuarto de esos derechos propugna la continuidad de la garantía del libre albedrío y el último de este quinteto que sufrirá la modificación de lo susceptible de ser analizado, y mejorado, por la colectividad reguladora, exige la protección de sesgos para evitar la discriminación de las personas a base de los datos obtenidos a través de cualquier neurotecnología vinculada con el uso invasivo de dispositivos o con la mediación de algoritmos o inteligencia artificial.
Toda una revolución jurídica por delante para contrarrestar la más que posible depravación de las tecnologías neurocientíficas aplicadas sobre humanos; todo un reto para los legisladores a escala institucional y para los licenciados en las esferas profesionales y privadas para atajar cualquier libertinaje investigador con fines de control de mentes y del aprovechamiento indebido de las voluntades de los ciudadanos para satisfacer aviesas finalidades de grupos de poder.
Mientras se definen las posiciones, las maldades y los derechos, continuemos admirando la fastuosidad celular, la excelencia química y la suntuosidad eléctrica del cerebro y dando gracias, cada uno a sus respectivos dioses, por contar con uno así.
Y que siga sonando Chopin para nuestro deleite.