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Opiniones

El impaciente corrupto

"Los corruptos nunca actúan solos. Sus quebrantamientos no se dan en el vacío, ni en solitario", señala el columnista.

Víctor García San Inocencio
Foto: Juan R. Costa

I- Temprano

De todas las historias de terror reales, la del corrupto impaciente es la más real de todas. Se trata de un desalmado que sabe que se le acaba el tiempo y que pronto podría ser delatado. Su delator, conoce de alguna de sus fechorías, algunos de los detalles de su conducta que le constan personalmente. Todo delito termina por ser conocido por otros, pero el peligro es ser delatado o denunciado.

Los corruptos nunca actúan solos. Sus quebrantamientos no se dan en el vacío, ni en solitario. El corrupto impaciente sabe bien que quien conoce los detalles, no es necesariamente un cómplice que permanecerá en silencio. Sea un coautor, un cogestor, un auxiliador, un omitente cegado, un beneficiado, un encubridor, o un simple testigo potencial, el delator o cooperador puede ser cualquiera. Uno entre tantos, a veces muchos. Lo que convierte el cálculo del corrupto en frenético y continuo, es la especulación de cuándo será que vendrán a prenderlo, acusarlo, procesarlo y a poner fin a esta primera fase de su agonía. También claro está, lo tortura la potencial pérdida de algunas de sus ventajas, placeres y privilegios.

El corrupto delincuente que se las ha jugado para provecho suyo o de otro, sabe bien, cuando el río empieza a sonar, que alguien le respira en la nuca. Lo intuye, lo siente, lo deduce. Repasa continuamente los hechos, lo que cada quien puede saber de los mismos, pondera repetidamente el riesgo, mide y calcula inútilmente. Ya no puede borrar lo pasado, ni las huellas que quedan, pues siempre quedan. Sin embargo, suponiéndose delatado, intenta medir las consecuencias una y otra vez, como un goteo incisivo que cae pertinazmente. A veces, puede examinar rostros, otras, se reduce su búsqueda a una especulación más que a un examen racional. Muchas veces, consulta a sus cómplices, conversa, trata de conciliar versiones, intenta saber si todo está bien, si han preguntado sobre el asunto.

El impaciente corrupto pasa de ser un actor u omitente, a ser un encubridor intenso. Tiene que velar por todos los detalles de la búsqueda en su contra que imagina desatada. Éste, o su grupo, son los buscados. Entre sobresaltos, a veces en su liviano sueño, calcula oportunistamente arrepentimientos. Pero lo que le molesta no es tanto su estela, sino los riesgos que no consideró o que tomó livianamente. Reflexiona para minar en los hechos que le constan y encontrar eslabones débiles. Casi simultáneamente toma conciencia de que prepara su probable defensa. Un "no fue nada", "quizás fue una confusión", "si acaso, un error o una simple negligencia", son las frases que pueblan su cabeza, aprendidas quizás, desde una permisiva infancia , o bullentes en la tardía infancia en la que aún vive.Pues hay una semilla de inmadurez, o de temprano trauma en cada corrupto.

Como las bolas de un juego de billar, los hechos, actores y omitentes surcan la mesa velozmente. Golpes de costado o de banda cancanean en vectores las múltiples modificaciones o pequeños ajustes salvadores que habría que hacer de la versión alternativa de los hechos. Más consciente de que en verdad el cerco se le va estrechando, el corrupto ve las noticias, lee los periódicos y escucha rumores, mientras añora aquella época en la que casi no se perseguía este tipo de delitos por pacto o entente cordial, o, los tiempos en los que casi todo se pasaba por alto. Ve que acusan a otro por una trama distinta, pero similar a la suya, y piensa que la autoridad acecha a la vuelta de la esquina.

De pronto, cuando un nombre surge o un hecho inusitado en torno a alguien cercano a su propia trama, el corrupto empieza a respirar entrecortado. Conoce que hay ruido en la vecindad, aunque no le estén tocando todavía a la puerta.

II - ¿Corrupto o ilícito?

No todo lo corrupto es ilícito. La ciencia de la legislación hecha a la medida, la de las privatizaciones, y la de las contrataderas obscenas, se ha desarrollado vertiginosamente en el último medio siglo. El arte de quienes saquean legalmente a manos llenas lo público y lo privado, ha consistido en una operación sistemática para legalizar, desreglamentar, reducir o inutilizar los aparatos investigativos del Estado. El inversionismo político ha conseguido juntar dinero y poder público, y con ello ha relajado controles que en antaño existían, aunque no se ejercieran tanto.

La preocupación de actores corruptos corporativos o la de simples corruptos, se reduce a conocer si tales actos u omisiones como hechos imputables son lícitas o no lo son. Si lo son, les preocupa el castigo o la pena. Si el asunto puede arreglarse con una multa, lo asumen como un gasto de operación; si la reclamación es administrativa o civil limitándose a cuantías líquidas, el asunto es uno de simple dinero en efectivo. Algunos corruptos ingenuos se las ingenian para agotado el procedimiento, no pagar, o detener el pago, o retardarlo o amnistiarlo. Son la medalla de oro del descaro y si están bien representados ya sabemos el resultado.

El tema medular pasa a ser el de la impunidad. Esta es mucho más común de lo que se cree. Al estado le resulta conveniente no castigar, particularmente a los poderosos que pueden controlar elecciones, nombramientos y hasta el contenido de alguna legislación, procesos reglamentarios y contractuales. Los mismos poderosos que podrían beneficiarles más adelante. La llamada puerta giratoria entre la empresa y el gobierno que a tantos medianos y a altos cargos beneficia, es uno de esos monumentos a la corrupción oficializada, siempre muy laxa en esta instancia. Otra modalidad es aprovecharse de información y de contactos privilegiados. Por otro lado, la impunidad se nutre -en los pocos casos en que exista un recurso accionable- de la incompetencia que se anida entre la falta de mérito al reclutar, al ascender, o mediante el nombramiento de lugartenientes que garantizan que nada sucederá en el peor de los escenarios.

Nunca es tan sencillo como preguntarse si un conjunto de hechos y su resultado es corrupto o ilícito. Pues aun lo que es ilícito, acaba en un silencioso cementerio de indiferencia o archivos por las causas explicadas o por razones inexplicables.

III - Llega la hora

En realmente pocos casos llega la hora. Es momento de buscar buenos abogados, que sean mejores comunicadores, si es posible, pues hace ya tiempo que algunos juicios son tan públicos, que se deciden en la narrativa dominante de los medios de comunicación que penetra la cabeza de los potenciales jurados. Con reglas como la de la unanimidad en los veredictos penales, basta con la duda razonable de uno solo, para enviar a nuevo juicio a una evidencia manoseada y trasquilada.

Aún así, el corrupto que se siente asediado y a punto de ser acusado o acusada, sufre de veras. Pronto descubrirá que en esta agónica etapa, ni la fama, ni sus glorias ilusas desmemoriadas, ni el poder, siempre aparente, le sirven de nada para aminorar ese sufrimiento.

Si se ha contenido, el síndrome del perseguido -acaso muy socorrido en etapas previas de su vida- comienza a manifestarse. Una vez se le cita o acusa, el o la corrupta alegará ser objeto de persecución. Es curioso que en inglés "prosecution" suene a persecución. Es claro que el Estado ha tocado a la puerta y que llegó de verdad la hora de enfrentar el proceso judicial.

Si el corrupto acusado es afortunado, no se le presumirá culpable. Lamentablemente la presunción de inocencia se ha reducido al espacio pequeño de una sala judicial, en lugar del amplísimo espacio social en donde debiera respirarse. Existen sin duda casos marroneados y otros fabricados, o retocados. Pero cuando la corrupción va a juicio, van también el Estado y sus entes investigativos. Es tarde ya, para que los resortes previos al juicio que estimulan la impunidad y el encubrimiento puedan desplegarse con eficiencia.

Reitero: en un juicio penal por corrupción, todos van a juicio, pues la suspicacia general lo enjuiciará todo y a todos. Este es el penúltimo descanso del acusado. A veces, sin haber iniciado el juicio, e incluso en la etapa preliminar donde tiene derecho a conocer quien oficialmente declarará en su contra, el próximamente acusado baraja nombres de posibles testigos y generalmente acierta. De hecho, en su cabeza, si ha participado, tiene la evidencia completa.

El llamado descubrimiento de prueba es para el corrupto que llega a ser acusado, un proceso de cotejo para ver cuánto sabe el Estado acusador. Es una oportunidad para prepararse para contrarrestar la prueba que le viene encima. Este elemento y derecho fundamental del acusado, para carearse frente a los testigos, conocer de qué se le acusa y preparar su defensa es tan importante como la maculada presunción de inocencia.

La hora ha llegado, la hora del comienzo del juicio. El o la acusada por delitos de corrupción podría escoger una salida corta negociando con sus acusadores una declaración de culpabilidad a cambio de una sentencia menor. Esta oportunidad existe en todos los casos. Por ello, para el corrupto sentenciado la puerta estrecha que atraviesa, le parece al Pueblo quien enjuicia desde la calle, demasiado ancha. Este periodo reflexivo carga una atmósfera agónica diferente. El "ay bendito" tendrá que venir de un juez o jueza, a quien lo obliga solamente su historial, prestigio y conciencia. A esto aspiramos.

Es época de preparativos, seguramente, durísimos, cuando el acusado podría ofrecer la cabeza de otros para rebajar su sentencia. La negociación incluye un relato largo del delator, ahora cooperador, lo que trastorna a quienes ya se habían inquietado por la acusación de su cómplice o del conocedor de hechos centrales a la trama corrupta.

Es el momento de la carrera vertiginosa, del sálvese quien pueda, de la mejor oferta al mejor postor. El cómplice sabe que si se queda sólo, como último en la fila, no podrá negociar nada más. Solamente una rebaja por no obligar al ministerio público a probar su caso.

Existen también los acusados de delito de corrupción que están obligados a ir a juicio. En algunos casos, porque se sabe inocente, en otros, porque está dispuesto a cargar una culpa ajena, o porque reconoce privadamente su culpabilidad, pero los encierros de la vida lo obligan a ir a juicio. Cada cual carga la culpa de sus laberintos, de su fama o de su vanidad previa.

IV - Las dos esperas

Fuera de la valla judicial pueden estar otros esperando con los dedos cruzados jugando al inocente o a salvarse inexplicablemente. Esa espera de quienes no son llevados ante la justicia debe ser la más insomne. ¿Por qué no vienen? ¿Cuándo vendrán? ¿Me estará tirando la toalla el acusado en desgracia, o fue tan chapucera la investigación que no llegaron hasta mí? Estas son preguntas típicas de quienes están pendientes del primer tipo de espera.

El segundo tipo de espera, la de quien enfrentará juicio, es la más tortuosa, la más brutal. Si el acusado es abogado, es como el médico enfermo que sabe lo que viene. Si el acusado abogado ha sido fiscal, conoce las fortalezas y debilidades de su caso. Si además, tiene anteriores hechas o sospechas, sabe que la cabuya es finita y corta. Los minutos serán días, y estos, meses; las semanas serán años, en fin, una eternidad. Esta sufriente espera, debiera descontarse de la sentencia aunque se hubiese pasado bajo fianza en la libre comunidad. Pues no cabe duda de que en esta etapa, todavía el acusado que se sabe culpable, que no se autojustifica y reniega, tiene aún una esperanza. El acusado que es hallado culpable, por el contrario, salvo las circunvoluciones de la apelación, no tiene ya esperanza o la ha perdido toda. La treta le falló, el riesgo asumido lo ha consumido. Se trata de un hecho consumado.

Pero una espera larga hasta el juicio, si bien permite que las cosas y el caso se enfríen un poco, que la novedad se convierta en tema trillado, o que la gente se olvide, o los testigos pierdan recuerdo de algún detalle, esa espera dura puede ser una especie de mortificación. El juicio lento beneficioso en estos casos, es ya un castigo aunque insuficiente, para quien sea encontrado culpable.

El encierro domiciliario impuesto como condición, o autoimpuesto por vergüenza -que no quepa duda que no toda se pierde aun por verdaderos truhanes- es un castigo. El rechazo de la comunidad, la pérdida de presuntos amigos, la profunda afectación de la familia, la de socios, seguidores y allegados, todo ello, puede ser peor que el escarmiento más duro.

No me dan pena los corruptos, menos quienes tienen resultan ser de los pocos que llegan a ser enjuiciados y convictos. Porque algunos hicieron las leyes y la reglamentación, o la afectaron e influyeron, o se sirvieron como les dio gusto y gana de la inequidad del sistema. Pero esa espera larga, a veces plagada de fingimientos jugando a ser la víctima, previa al juicio, ni siquiera es masticable de cara al escenario futuro de una convicción.

Pero hay que esperar y tiene que aprender a esperar y a aguantar, el impaciente corrupto, a quien luego de ser hallado culpable le quedan pendientes otras desesperantes esperas. Porque ese es el destino de algunos, acaso poquísimos corruptos, tornarse y ser impacientes.

El autor es abogado, exrepresentante y excandidato a comisionado residente por el Partido Independentista Puertorriqueño. Posee un bachillerato en Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico y un Juris Doctor de la Facultad de Derecho de la misma institución. Tiene además un doctorado de la Universidad del País Vasco (2016).