La subordinación económica y sus consecuencias
Columna del senador por el Movimiento Victoria Ciudadana Rafael Bernabe
Cuando se habla de nuestra situación colonial, casi siempre se piensa en la relación política con Estados Unidos. Se olvida que el colonialismo tiene una dimensión económica. El colonialismo implica subordinación. Somos un pueblo subordinado tanto política como económicamente.
A partir de 1900, se estableció el “libre comercio” con Estados Unidos. La palabra libre denota opciones y oportunidades. En cambio, el “libre comercio” imponía implacables imperativos a nuestra economía. La colocaba en competencia desprotegida con los más desarrollados productores de Estados Unidos. Esto implicaba la ocupación de su mercado por importaciones y la especialización en la producción de algunos bienes con salida en el mercado metropolitano. Es decir, conllevó la especialización unilateral, desde el monocultivo azucarero, pasando por la industria liviana entre 1950 y 1980, hasta la industria de alta tecnología hoy. Nunca se ha podido articular una relación balanceada entre agricultura e industria, campo y ciudad o entre actividades industriales. Primero tuvimos agricultura sin industria, luego industria sin agricultura, una industria, además, sin encadenamientos internos.
Por su lado, las actividades productivas decisivas, desde el azúcar hasta las farmacéuticas, pasaron a manos del capital externo. El peso del capital externo es hoy mayor que hace un siglo. Ese control provoca la salida de parte importante de las ganancias que aquí se generan (del excedente, según los estudiosos del desarrollo). Al fugarse, no propician ni crecimiento ni empleo en Puerto Rico. Así, desempleo masivo y baja tasa de participación laboral han sido problemas crónicos desde la época del tiempo muerto. El desempleo deprime los salarios y fomenta la desigualdad y la pobreza, comparada con la metrópoli. Bajos salarios, desempleo y una economía unilateral promueven la emigración: según se fugan las ganancias, también se fuga parte de la fuerza laboral en búsqueda de empleo.
La subordinación evoluciona y es compatible con el crecimiento. Entre 1945 y 1975, la economía creció y los niveles de vida mejoraron, por ejemplo. Nuestra situación no es la misma que en 1940. Pero las formas fundamentales de la economía colonial subsisten a un nivel material más avanzado. Por eso sus consecuencias –unilateralidad, control externo, fuga de ganancias, desempleo, emigración—persisten.
La pobreza hace a buena parte de la población elegible para los programas de welfare federales. Para algunos son nocivos. Alegan que desincentivan el trabajo. Otros los conciben como una ventaja de la relación con Estados Unidos. Pero esos fondos no son causa sino consecuencia de la pobreza. Suplen las carencias de una economía disfuncional. Son la otra cara de la fuga de excedente. Mientras exista, mejor tenerlos que no tenerlos. Pero el objetivo debe ser superar esa subordinación que, si bien los permite, también los hace necesarios.
¿Qué hace falta? Refinar los requisitos al capital externo que goza de incentivos, fomentar una economía diversificada, más orientada (sin abandonar la exportación) al mercado interno, con creciente presencia de la iniciativa interna (estatal, cooperativa, etc.), una economía en que su excedente no se fugue, sino que se reinvierta.
La experiencia demuestra que esto no surgirá espontáneamente de las acciones de agentes privados en el mercado. No será obra de una “mano invisible”. Requiere previsión y dirección y asignación planificada de recursos. A esos objetivos deben ajustarse las políticas contributivas, de incentivos, la inversión pública y privada, la utilización de los fondos de reconstrucción, los acuerdos de colaboración y la búsqueda de aliados con proyectos afines. Para empezar, necesitamos un organismo de planificación estratégica para un desarrollo sustentable. Aferrado al dogma neoliberal y privatizador, el gobierno rechaza tal agenda. Mientras no enfrentemos la raíz del problema, seguiremos sufriendo sus consecuencias.