Llegará Biden
La política consiste, entre otros centenares de aforismos, en hacer parecer sincero el protocolo cuando en la mayoría de las ocasiones solo representa un mero cálculo. También pudo haber dicho un malintencionado que un político es ese alguien capaz de no querer entender cuando no se le adula lo suficiente.
Hoy llega Joe Biden a nuestra isla, dos semanas después de que Fiona dejase al descubierto las vergüenzas de las infraestructuras de Puerto Rico, lo frágil que vivíamos el día a día con la venda del “no sucederá” alrededor de los ojos y de la lógica; lo fácil que le resulta a la naturaleza desbordarnos, despojarnos de lo que creemos sólido, convertirnos en juguetes de miniatura sin siquiera tener que manifestarse en todo su esplendor.
Llegará Biden, un hombre que se pretende afable, que corretea innecesariamente para encubrir sus años y sus lagunas, y la cohorte política puertorriqueña -dependiente de su potencial benevolencia dineraria- lo adulará hasta que entienda. Los gestos y ademanes de nuestros funcionarios, incluyendo a nuestro Gobernador y Comisionada Residente, se tornarán reverenciosos, sus nucas flexibles hasta alcanzar el ángulo óptimo del postureo ineficaz; las manos listas para estrecharlas, para que proyecten a papá Biden confianza en una consistencia gestora que no han mostrado en modo alguno tras los zarpazos de Fiona. No son pocas las voces polisémicas que solicitan dimisión, dimisiones, un nuevo orden, una nueva etapa, pero tampoco se pretende desde esta tribuna azuzar ese clamor popular, entendible, hacia esa causa porque quizá este no sea el momento. Todavía.
Llegará Biden, curtido en visitas oficiales a escenarios rotos después de la tragedia, con todo el aparato que conlleva el desplazamiento de un presidente norteamericano a bordo de una aeronave que tiene más de ovni que de avión, y parecerá que se conmueve ante una destrucción que cada día pierde visibilidad gracias a los trabajos recuperadores de personas anónimas que sufren lo precario en sus neveras, en sus alacenas, en su endeudamiento, en su discurrir cotidiano montados a pelo sobre el mustang salvaje de la inflación.
Llegará Biden como llegó Trump, con su ridiculez tatuada en su flequillo de personaje de Los Simpsons, el mismo día, un tres de octubre. Como la política no admite casualidades, la elección de la fecha puede que oculte también un deseo de distinguirse que tiene el actual presidente demócrata respecto a Trump, quien tampoco ha sido santo de la devoción de cientos de miles de puertorriqueños.
Llegará Biden con su estilo cordial, incluso con sus políticas aperturistas, soleadas si se comparan con algunas de las del anterior ocupante –mejor dicho okupa– de la Casa Blanca; llegará con su porte aristocrático, con sus ocho décadas a cuestas, con un cargamento de buenas intenciones, con las manos repletas de millones de dólares que no terminarán de llegar en su conjunto (no adivino, solo repaso la jurisprudencia de la historia), y que paradójicamente, en nuestro Puerto Rico desocupado cada vez más, serán controlados financieramente por la Junta de Supervisión Fiscal que se supone tutela nuestro descarrío presupuestario del pasado y nos raciona y ordena los gastos y las inversiones, como a ese niño irresponsable al que papá o mamá le dan dinero para sus gastos de niño al tiempo que se los supervisan y condicionan para que no los malgaste en alcohol, cigarrillos o algo más.
Llegará Biden a su territorio no incorporado y visitará algunas de las zonas más afectadas por nuestra ya familiar Fiona que se ha encargado de sustituir a María en nuestra pinacoteca de catástrofes, aunque los bíceps de la reciente no alcanzaran la potencia de los de aquella. Las visitará y declarará lo consabido, lo que le ha escrito su equipo de comunicación, que si la naturaleza nos empequeñece, que si está en nuestras manos mejorar la prevención para afrontar el próximo (que acabará arribando porque transcurrimos en tierra de huracanes), que si estamos aquí para dejar patente la sobreprotección que brinda el continente, la gran nación norteamericana, él en este caso como su mesías; que repararemos lo desolado y otros blablablás que requieren el protocolo en estas situaciones, nada distinto a lo regurgitado en las docenas de devastaciones antecedentes, no importa que el orador fuese Biden, Trump, Obama o Ulysses S. Grant; no importa tampoco el tipo de catástrofe porque del mismo modo que un leopardo se comporta siempre como tal, un alto dignatario también.
Otro huracán, este de interrogantes, surge derivado de la visita de Biden a esta isla tan nuestra como tan suya. ¿Nos hubiese visitado si Ian no se hubiese ensañado –este sí muy recientemente– en Florida con la virulencia con la que lo hizo? ¿Hubiese aterrizado Biden en Puerto Rico si en un par de meses no se celebrasen las elecciones intermedias al Congreso y en Florida no residiesen un millón aproximado de boricuas que desertaron de su isla por necesidad, porque la eficiencia y las personas no han sido una prioridad en las políticas isleñas? Surgen más preguntas, pero no conviene fatigar en exceso ni hacer de los fantasmas propios los ajenos; bastan pues estas dos para exteriorizar las dudas sobre cuánto hay de estrictamente humanitario en la visita del presidente de todos los puertorriqueños al cabo de dos semanas desde Fiona, cuando ya ha regresado la energía a la práctica totalidad de hogares y negocios, y cuánto de estrategia político-electoral. Mejor me las contesto yo mismo, en mi intimidad.
Permítaseme escribir que, aunque albergue la certeza incuestionable de que Joe Biden tiene un estilo distinto al de Donald Trump, Puerto Rico le sigue importando lo mismo al primero que el bosón de Higgs a un elefante; la dilación de la visita lo demuestra porque ya hace muchas tardes que Puerto Rico es visitable sin riesgo de mojarse siquiera los tobillos. La demora de la gira quizá podría obedecer a la conveniencia demócrata de apuntalar los resultados de Florida donde la elección se prevé reñida, y esperanzadora, para el partido demócrata, pese a la tradicional prevalencia de los republicanos en ese estado.
Desconsuela reflexionar que valemos más por los que se han ido que por los que quedamos; entristece y dan ganas de llorar que los presidentes del país que se supone nos brinda el paraguas para que la lluvia no nos anegue en exceso (y acojo la ironía, o el sarcasmo) nos visiten más por el peso de la mercancía electoral boricua emigrada al continente que por revalorizar los factores diferenciales de los pocos que aquí vamos quedando. Decepciona el seguidismo de demasiados compatriotas, mandatarios y pueblo, que continúan viendo en otro país una tabla de salvación que quizá solo tenga en el presente esa función, el que no acabemos de naufragar en una isla que cada estación se va pareciendo más a un país sin accesos, uno de esos sin salida al mar – y vuelvo a acoger la paradoja–, pese a que nos circunda uno abundante, en recursos, en belleza, en historia y en ciclones, el nuestro a la postre.
Solo a través de nosotros mismos, de nuestra reivindicación decidida como pueblo que se pretende libre, sin servidumbres –aunque obligatoriamente tendremos que atravesar en las primeras fases de una potencial autonomía un desierto de contrariedades–, alcanzaremos el equilibrio necesario para que cualquier presidente de cualquier país nos visite por quienes permanecemos en el nuestro y no por quienes hayan migrado.