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SAN JUAN WEATHER
Opiniones

El apagón infinito

Columna de opinión del licenciado Jaime Sanabria.

No se trata de levantar la voz del populismo fácil que le sigue a todos los desastres naturales. Tampoco se pretende enarbolar la antorcha que propaga los incendios de una clase dirigente sobrepasada por las circunstancias y por sus propias capacidades. Ni siquiera se debe instigar a la ciudadanía con discursos de balas impregnadas con el veneno de la resignación sostenida que venimos acopiando desde hace ni recuerdo cuánto …

Se trata de nosotros, de Puerto Rico, de no seguir tragándonos las lágrimas que nos provoca nuestra degradación como país, como territorio, como estado libre asociado, como… ya ni sé muy bien qué somos, a veces ni siquiera sé tampoco quién soy, a quién me debo, en quién confío, en este pedazo emergido de un mar caliente y acogedor como nuestro Caribe, que teniendo mimbres de paraíso se ha convertido en un yermo de humanos, promesas, constituciones y caballos muertos, si se me permite la metáfora.

Me entra la congoja de los hombres sin patria, pero patriotas hasta las entrañas, aunque la disyuntiva suene a paradoja, cuando leo, veo, escucho y siento que todavía, más de diez días después de la infausta visita de Fiona, un huracán agresivo en lo lluvioso, pero contenido en el régimen de vientos, pese a la virulencia visual de sus ráfagas, que en demasiados escenarios domésticos y laborales la luz sigue siendo una esperanza infundada que sedimenta con los días bajo el formulismo y formalismo de unas autoridades que se defienden con la clásica frase “estamos trabajando en ello”. Más de diez días sin acceso al progreso, más de diez días de vuelta al periodo neolítico, de oscuridad provocada por la negligencia de alguno, de algunos, quizá de demasiados, pero también de nosotros mismos por no saber movernos más allá de las redes sociales que no dejan de ser espacios de desahogo sin apenas eco finalista.

Hay un soneto de un poeta español, Lope de Vega, que alude, precisamente, a lo vano de esperar al día siguiente, así riman los dos tercetos:

Cuántas veces el ángel me decía:

"Alma, asómate ahora a la ventana,

verás con cuánto amor llamar porfía"!

¡Y cuántas, hermosura soberana,

"Mañana le abriremos", respondía,

para lo mismo responder mañana!

Mañana te abriremos, Puerto Rico, pero será un mañana que gustará y disgustará. Así nos conducimos como país que ni somos ni dejamos de ser, entre la subsistencia y la supervisión, cada vez más de otros y menos nuestros, cada vez más vacíos de futuro y de compatriotas que huyen a otros hábitats, que aún sufriendo igualmente la embestida de potenciales huracanes no necesitan de más de diez días para que les regrese la luz.

El coloso de nubosidad furibunda bautizado como el “Huracán María”, que impactó en un Puerto Rico ya debilitado tras el paso de Irma a principios de ese mismo mes de septiembre de 2017, hace pues tan solo cinco años –aquel sí con una hostilidad en los vientos de más de 175 millas p/h y que oscilaba entre las categorías 4 y la 5 al tocar tierra en el área de Yabucoa–, además de acabar con la vida de alrededor de 5,000 puertorriqueños (cifra incierta por la discrepancia de los distintos recuentos, hasta en eso, en el de contar a nuestros muertos, fracasamos), reventó las infraestructuras, ya frágiles de por sí, de una isla que reclamaba una atención que siempre llegaba mañana, o mañana, o un mañana que acababa siendo nunca. Tras un interminable periodo de reparaciones, de parcheos y de remiendos, regresó el servicio eléctrico, la suficiencia en las comunicaciones y se reconstruyó la red viaria para que la vida se siguiese normalizando como antaño al huracán más violento sufrido por la isla desde el legendario San Felipe de 1928 y del que todavía se relata como el más destructivo, San Ciriaco de 1899.

Cinco años más tarde, hace apenas poco más de diez días, llegó Fiona, revestida de la humildad de la primera de las categorías de la escala Saffir-Simpson, pero sus embestidas delataron lo endeble de nuestras infraestructuras remendadas tras María y dejó a Puerto Rico, una vez más, con su abandono al descubierto.

No pretendo minimizar la capacidad destructiva de cualquier fenómeno meteorológico que adquiere el grado de huracán –a la postre, la naturaleza siempre resulta vencedora cuando tensa sus músculos–, pero sí quiero expresar mi indignación personal ante este asomo de territorio fallido que comienza a ser Puerto Rico.

Más de diez días de cautiverio de lo oscuro y aun resiste el “sine die” en la resurrección luminosa, más de diez días sin sueldo de empleados inmersos en una pandemia de inflación tan devastadora como la del COVID-19 porque la precariedad supone un mal que mata lentamente, que roe los entresijos de la sonrisa de demasiados y los aboca al rictus de la estricta supervivencia.

No se pretende tampoco, con esta columna, blandir la espada de un nacionalismo a ultranza, pero sí invitar a la reflexión de que no podemos seguir siendo, en modo sui géneris, la colonia que somos. Nuestro desvalimiento progresivo solo promueve que nos cojan pena, que nos cojamos pena y nos conformemos con las limosnas de un continente que, paradójicamente, no dejará de controlar en qué gastamos sus dádivas.

Nos necesitamos a nosotros, a los puertorriqueños que vamos quedando, para dar un paso colectivo al frente y deponer a los incapaces, porque como incapaces se están conduciendo quienes gestionan por igual, con tan escaso acierto, lo cotidiano y lo extraordinario.

Conviene reflexionar sobre nuestro futuro ahora que todavía quedamos los suficientes habitantes para enderezarlo. A la postre, la demografía es el destino. Los generales –esperemos que algunos más pronto que tarde– necesitan de la infantería para primero establecerse y después ganar batallas, y ya llevamos demasiadas perdidas como para aplazar la siguiente que no es sino la de nuestra propia supervivencia como territorio identitario, con orgullo genealógico, con historia, con naturaleza exultante y con más que recursos suficientes como para no depender de manos que nos llenen nuestras alacenas a precio de sumisión, a precio de carne abombada. No podemos darnos el lujo, pues, de quedarnos sin esa infantería puertorriqueña que está migrando gota a gota a parajes donde la oscuridad no impera durante más de diez días.

No podemos, ni queremos, por física geológica, mudarnos de geografía y siempre estaremos expuestos a San Felipes, a Marías, a Fionas…, pero tenemos, como pueblo, la suficiente experiencia, en precavernos primero y recuperarnos después, si nos permiten organizarnos desde adentro, sin servidumbres, con nuestras propias armas legislativas, productivas y transformadoras.

Confío, deseo, aspiro a que, quienes siguen a oscuras, reciban las ayudas y exenciones necesarias, pero confieso que no tengo la certeza de que suceda así a la vista de lo gris de las hechuras políticas y gestoras de quienes siguen procurando actualmente que Puerto Rico se haya convertido en un gran vivero de migrantes en busca de otra luz, muy a su pesar.