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Opiniones

El ''Día del Trabajo'' es cada día

Columna de opinión del profesor de derecho laboral, el licenciado Jaime Sanabria Montañez.

El licenciado Jaime Sanabria Montanez.
Foto: Archivo/NotiCel

“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Así de contundente rezaba el Libro del Génesis sobre el determinismo laboral al que se vería abocado el hombre desde su nacimiento. Pero lejos de suavizarse, la cita se endurecía porque añadía: “hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado”. Además de exigir ese sobresfuerzo de las glándulas sudoríparas, que por aquellos albores de la humanidad se consideraba solo físico (todavía inimaginables las máquinas, fantasmagórica la tecnología), lo establecía a perpetuidad, desde la adquisición del uso de la fuerza y la destreza hasta la extinción de las últimas energías. Y para completar el sentido trágico de la vida, el primero de los libros del Viejo Testamento apostillaba: “porque polvo eres y al polvo volverás”.

Fruto de lo anterior, no parecían las criaturas de aquel Dios totalitario que se desprendía de la lectura del Génesis afortunadas por ser parte de la creación; les esperaba una vida fatigosa, repleta de esfuerzos para sobrevivir, y condenada a una muerte desesperanzadora por inexorable, por la conversión de la materia animada a esa insignificancia que representa unos gramos de polvo.

Los años, las civilizaciones, el progreso, la pérdida de esa veneración absoluta al Dios severo del Viejo Testamento, la evolución en suma, mejoraron, con extrema lentitud, la perspectiva de permanencia de los seres humanos sobre el planeta.

Sin embargo, aquella [profecía-maldición bíblica], sobre el trabajo, seguía (y siguió hasta bien avanzado el siglo XIX), no solo vigente, sino al servicio de los poderosos, que se servían de la credulidad y de la inferioridad de los necesitados para someterlos a jornadas interminables de laboreo, con remuneración escasa y, en un buen número de casos y siglos, a cambio únicamente del sustento diario, de ese pan sudado proveniente de las Escrituras.

Sin embargo, cuando la Revolución Industrial mecanizó el trabajo, cuando la masificación de la demanda hizo necesario el concurso de mano de obra numerosa que se iba especializando para mejorar la productividad, los trabajadores se agruparon en sindicatos y, si bien es cierto que los primeros vieron la luz en el Reino Unido, por su condición de país pionero en la transformación de los procesos productivos, fue en Estados Unidos de América donde el movimiento sindical obrero cobró una fuerza imparable.

Chicago, en su condición de segunda ciudad más poblada del país, pero más por su industria ferroviaria, albergó el embrión de ese asociacionismo fabril que compartía con Nueva York, la otra gran metrópoli.

El movimiento sindical fue adquiriendo vigor hasta el punto de provocar leyes tendentes a la acotación de la jornada de trabajo a ocho horas (Ley Ingersoll de 1868), pero con la posibilidad discrecional de extenderla a 14, incluso hasta a 18 horas. Escaso avance parecía aquel. Insuficiente, casi provocativo. Además, la prensa, aliada con los poderes empresariales de la época, como sigue sucediendo de ordinario, tachaba al movimiento sindical como “delirio de lunáticos poco patriotas”.

Hasta que, el 1 de mayo de 1886, los dos grandes sindicatos norteamericanos convocaron una huelga multitudinaria en Chicago para reivindicar la jornada laboral de ocho horas.

Como suele ocurrir, las revoluciones requieren de sangre para su penetración social. Los tumultos dieron paso a los enfrentamientos y a una represión policial indiscriminada que, actuando en defensa de los que detentaban el poder, dejó varias decenas de muertos entre los manifestantes que desembocaron, aquellos primeros días de mayo de 1886, en la revuelta de Haymarket que también cobró la vida de policías a manos, a armas, de algunos de los manifestantes que luego acabaron en la horca.

Pero, por fortuna para la humanidad, varios sectores patronales, a finales de ese mismo mes de mayo, accedieron al otorgamiento de la jornada laboral de ocho horas desacreditando así la cita veterotestamentaria. Se seguía sudando, sí, pero no durante tanto tiempo.

La cronología de esos sucesos animó al Congreso Obrero Socialista de 1889 a establecer el día 1 de mayo como Día Internacional de los Trabajadores. Sin embargo, en los Estados Unidos, en Canadá, y también en Puerto Rico, la conmemoración del Día del Trabajo tiene lugar el primer lunes de septiembre

La diferencia en las fechas viene dada por la orden emitida en 1887, por el entonces presidente norteamericano Glover Cleveland, quien estableció el primer lunes de septiembre como “Día del Trabajo” (obtendría la clasificación de feriado en 1894), pero bajo la denominación de Labor Day, con el fin de evitar que el 1 de mayo sirviese como glorificación a los “mártires de Chicago” caídos en las revueltas del año anterior. El referente cronológico presidencial para escoger esa fecha vino marcado por el desfile de uno de los sindicatos mayoritarios de aquellos tiempos, los Caballeros del Trabajo (Knights of Labor), que el 5 de septiembre de 1882 desfilaron por las calles de Nueva York para, al tiempo de gozar de un día lúdico, exigir la jornada laboral de ocho horas y mejoras salariales.

En Puerto Rico, el primer Día del Trabajo se celebró el primer lunes de septiembre de 1907 y fue promovido por las organizaciones obreras afiliadas a la Federación Libre de los Trabajadores de Puerto Rico.

Con el paso y el peso de los años, en Puerto Rico, el Labor Day se ha visto desactivado como día reivindicativo de los derechos de los trabajadores habiéndose convertido en un día de asueto, utilizado para la promoción de ofertas en los comercios, incluso para viajar fuera de la isla y descansar todo el fin de semana.

No obstante, durante el 1 de mayo puertorriqueño, en sintonía con la celebración en la mayor parte del mundo, los sectores más progresistas de la política y los sindicatos organizan actividades reivindicativas en defensa de los derechos de los más desfavorecidos, pero también como exhibicionismo social en pro de la soberanía y la independencia de Puerto Rico.

La breve síntesis historiográfica de los hechos y las circunstancias que promovieron y alumbraron finalmente el 1 de mayo (no importa si en Puerto Rico se celebra el primer lunes de septiembre) debería hacernos reflexionar sobre la valentía que tuvieron una multitud de hombres (solo eran varones, en aquel final del XIX, quienes ocupaban los puestos de trabajo) que desafiaron aquello que se entendía como la tiranía de una clase empresarial sin escrúpulos, quizá más propiamente sin conciencia, a la que le convenía que sus asalariados trabajasen un número prolongado de horas, en aras de engrosar sus cuentas bancarias, sin considerar la salud y la libertad de los trabajadores como generadores de una mayor productividad . No importaba la calidad del tiempo de los empleados, ni sus vidas personales, ni la salubridad de las instalaciones y la consiguiente proliferación de accidentes y enfermedades, importaba únicamente lo bruto, la explotación sin reflexión, la inercia de la tradición laboral, la presencia permanente del sudor en la frente.

Sobrevenido el hartazgo colectivo, una muchedumbre laboral hastiada de sufrir lo que, en ese entonces, entendían era la desconsideración de los patronos estalló en el mencionado siglo XIX y se enfrentó cuerpo a cuerpo con la segura represión policial de la época que, siguiendo órdenes de un poder dominado por la clase empresarial, disparó a matar.

No debiésemos olvidar que los sacrificios de ayer están estrechamente relacionados con los privilegios, derechos, deberes y obligaciones de hoy.

En un momento de la historia en que la mecanización, la tecnología, la inteligencia artificial y la robotización amenazan con erradicar cualquier vestigio de sudor frontal, regulados horarios, derechos y obligaciones de unos y de otros, conviene no echarse a dormir pensando que todo está hecho en el ecosistema del trabajo. Si bien las condiciones laborales de antaño no siguen siendo necesariamente las mismas (ni tampoco el tipo de conflicto obrero-patronal, pues los patronos de hoy día son más conscientes de las necesidad de sus empleados e, incluso, muchos de ellos buscan proteger la salud y calidad de vida de sus obreros al mismo tiempo que le ofrecen buenas remuneraciones), tenemos terreno fértil para seguir aspirando a una paz laboral coordinada entre todos los actores, una paz laboral que nos permita celebrar en conjunto (patronos y empleados) un día como el de hoy.

El progreso provoca situaciones que ni siquiera se podían imaginar años atrás, del mismo modo que no somos capaces de aventurar las que acaecerán tan solo en un década. Sin embargo, de nosotros depende la detección de nuevas coyunturas en el marco laboral que puedan amenazar con desequilibrar el orden establecido.

Deberían las partes, empleados, uniones, patronos, empresarios, Gobierno de Puerto Rico, y el resto de actores colaterales, incluidos quienes nos dedicamos desde la abogacía a preservar y asesorar sobre el cumplimiento de las normas laborales, actuar como si cada día fuera un 1 de mayo, un primer lunes de septiembre para que manifestarse cualquiera de esos días supusiera solo un acto lúdico, pero no reivindicativo; para que la banderola de la transformación cotidiana enterrara los símbolos drásticos de la lucha obrera-patronal que ya no tiene otra razón de ser que la que desemboque en la entente cordial de las partes, objetivo al cual toda sociedad que quiera progresar debería aspirar.

Buen Día del Trabajo, mejor Labor Day.