La insoportable levedad de(l) ser (padre)
La palabra, hijo, analizada desde la óptica de un padre – yo mismo, en esta columna que emerge de mí, con motivo de la celebración del día del padre - contiene una polisemia tan amplia de espectro, tan profunda de mirada que, solo por el hecho de excavar, en uno mismo, la búsqueda de su significado, conmueve, si se profundiza hasta los estratos más recónditos del espíritu. Conviene (re)evaluar los entresijos, de tanto en tanto, sin temor a encontrarse, incluso, con trozos de una materia oscura íntima que no se deja ver, pero que está y que condiciona, en ocasiones, nuestras conductas, y no siempre para bien.
Y es que un hijo, quizá, sea la sublimación del instinto de supervivencia, ese querer perdurar genéticamente, ese intento de transmisión de un cúmulo de vida, de un forjado de creencias y vivencias; un hijo puede asociarse a un testamento rubricado por el notario evolutivo de la continuidad de la especie, a una donación de una cuota de uno mismo a sabiendas de que menoscaba la libertad del ser, pero a sabiendas también de que expande el universo de afectividad, de responsabilidad, de generosidad, que conforma las entrañas de los seres humanos, las mías en este caso.
Soy padre de dos criaturas que aún necesitan de manos que las guíen, de ojos que las sitúen, de radares que las orienten, de batutas que las ayuden a encontrar su propia melodía vital. Soy padre y eso condiciona mis días, mis pensamientos, mi norte, mi rosa de los vientos, mis decisiones. Soy padre y me enorgullezco de esa etiqueta buscada que penderá siempre de mi piel como un tatuaje indeleble. Soy padre y me surge el instinto de compartir este sentimiento exclusivo con los miles, los millones de padres puertorriqueños que han sido, son y serán, aunque la conmemoración de su día solo es un hito festivo recordatorio de que todos los días son, o deben serlo, días del padre.
Sin embargo, pese a este desahogo de apego paternofilial, debo mencionar que su madre venía queriendo desde el útero a mi primogénito, y yo no, al menos, yo no de ese modo, porque soy consciente de que, por mucho que pugne el hombre, el amor materno es imbatible. Como padre, te haces eco de sus sensaciones durante el embarazo, acaricias el vientre, sientes cómo ese proyecto de persona golpea las paredes uterinas, pero vive extramuros de ti; es un amor diferido, un amor genealógico, un orgullo dinástico que crece en un ecosistema al que Dios asignó una titularidad, exclusivamente, femenina.
Sin embargo, cuando nació, cuando el primero de mis dos hijos vertió su vagido, aunque todavía la intensidad del sentimiento no podía compararse al que tenía una madre que constataba como eclosionaba el único inquilino benigno que crecía en su interior, experimenté una sacudida que aturdió mi arcilla primigenia, que agigantó mi sentido de pertenencia a la humanidad y que revolvió cualquier atisbo de arrogancia, de egoísmo, porque, en un parpadeo, entiendes que un día fuiste así de frágil, así de neonato, así de dependiente, y que tuviste unos padres que tuvieron que fajarse con lo que había, y con lo que no había, para que tú seas lo que eres hoy.
Por mucho que escarbe, en el yacimiento de mis palabras, no hallo la palabra precisa que describa la sismicidad emocional de aquel momento, de aquel debut de mi línea sucesoria con la intensidad que ahora lo evoco. Lo mismo, el mismo voltaje endógeno, sucedió cuando el alumbramiento de la segunda de mis criaturas, una hija que, gracias a los cuidados de sus progenitores, perderá su condición de dependiente y, cuando las alas crezcan lo suficiente, buscará sus propios cielos para promover la singularidad de su vuelo – porque hay tantos vuelos como humanos – y también ella matizará sus viajes, sus maromas, su planeo, su velocidad; que la vida solo es aprender a volar y dotar al vuelo de un aleteo propio, inconfundible con cualquier otro.
Los nacimientos de ambos reinvirtieron mi orden de prioridades. Lo que antes entendía como prioridad, pasó a un plano secundario; lo que marcaba con el signo de urgencia, se convirtió en aplazable; lo que era categórico, pasó a ser relativo; sin que fuera consciente, mis reservas de egoísmo se fueron aligerando progresivamente y contraje la dolencia de la responsabilidad paternal, deseando que, cualquier hecho que pudiese pervertir la salud o el crecimiento de mis hijos, recayese sobre mí, y no en ellos. O sea, al ser padre, comprendí el amor de Dios, ese desposeerme de cualquier reminiscencia del egoísmo que anidaba en mí y entregarme primero a ellos, y después a ellos también. Y, asimismo, el ser y madurar como padre, me hizo entender cuál era mi responsabilidad terrenal primordial para con mis dos vástagos: guiarlos en el camino hacia la santidad; orientarlos a que su último aleteo los lleve al Cielo.
Y aunque, en estas escasas líneas, haya confesado el derrame excesivo de mi baba amorosa por ellos, en los primeros momentos de sus respectivos amerizajes en la atmósfera de la vida, transcurridos siete y cinco años, respectivamente, los quiero más hoy que entonces, y presumo que ese crescendo se mantendrá siempre. Incluso, si Dios así lo quiere, cuando se inviertan los roles y mi fragilidad senescente requiera de sus atenciones y cuidados, seguiré, espero, confío, sumando amor paternal hacia esas dos personitas que crecen hoy con el apoyo de un padre que presume de su paternidad – sé que me redundo - y que quiere trasmitir este amor y compromiso inquebrantable, con mi línea sucesoria, a todos los padres de Puerto Rico.