Vacunarse también es cosa de pobres
Lea la columna del profesor Jaime Sanabria Montañez
Algunas vidas acomodadas, por lo menos aquellas que no pasan penurias, no suelen detenerse a reflexionar sobre las que naufragan a diario, las que encallan sistemáticamente contra los arrecifes de unas condiciones de vida misérrimas. Ser pobre concede unos modos de vida inimaginables para quien no se ha visto en la encrucijada de no poseer un dólar, siquiera uno, en los bolsillos. Ser pobre implica no pensar en la supervivencia de mañana habida cuenta de la urgencia de hoy.
La pandemia nos ha hecho conscientes de nuestra vulnerabilidad, nos ha permitido ser testigos de cómo el mundo ha podido necrosarse en tan pocos meses. Ahora, mientras recuperamos paulatinamente el temple y perdemos el miedo de enfermarnos cada día que pasa, sentimos alegría por haber sobrevivido, por no habernos convertido en una mera cifra de las que engrosa la tragedia. En esta etapa de calibración, de reajustar hábitos y modos de relacionarse, las vacunas están restaurando el oxígeno que nos sustrajo un ejército de organismos invisibles.
Las vacunas han supuesto el posible fin de la era del pánico, el blindaje orgánico igual de invisible que el virus, pero igual de eficaz en su defensa como lo fue él en el ataque. Parece ser que, en todo el planeta que tiene acceso a la vacunación, la magnitud de la pandemia se ha debilitado hasta unos números compatibles, casi, con los usos y costumbres anteriores a la explosión de esa bomba nuclear que supuso el COVID-19 a principios del 2020.
Ahora bien, en estos días, nuestro sentido novedoso de supervivencia nos está llevando a exigir tarjetas de vacunación para ingresar en determinados espacios o participar de ciertas actividades. Y aunque dicha exigencia tiene un fin importante, nos estamos corriendo el riesgo de erigir murallas insalvables para quienes no dispongan, por razones personales o coyunturales, de la aludida tarjeta de vacunación. De hecho, la nueva iniciativa anunciada por el Gobierno, sobre el Vacu ID, no necesariamente atiende, de manera directa, las necesidades de los y las puertorriqueñas marginadas por la pobreza.
En ese sentido, la exigencia del Vacu ID, en algunos lugares, pudiese abrir la puerta para crear una nueva aristocracia acomodada a la que se le permite tener acceso a los territorios del progreso, mientras que a los colectivos desfavorecidos por el determinismo económico les aumentan más y más las paredes hasta las mismas elevarse por encima del límite de su capacidad para salvarlos del foso de sus vidas.
Por ello, debemos ser conscientes de que, en nuestra Isla, hay quienes viven ajenos a los convencionalismos económicos, sin posibilidad de costearse el transporte para acudir a los centros de vacunación, sin celular o instrumentos portátiles digitales para recibir notificaciones, sin Internet o conexiones inalámbricas, en unas condiciones de higiene deplorables, bien por su situación de desempleo o bien por desempeñar trabajos precarios cuyos ingresos no le bastan para solventar la canasta básica. Estos son algunos de los factores que podrían potencialmente condicionar la no vacunación de estas personas que ya viven en unas condiciones de miseria, marginadas de una sociedad que, en ocasiones, carece de empatía con los desfavorecidos, y que ahora se les estaría construyendo un muro por no estar vacunados y que los alejaría de cualquier posible integración.
Si esto ocurriese, el Gobierno de Puerto Rico debería enfundarse la indumentaria de la proactividad, de manera exponencial y a través de iniciativas como las de “Salud toca a tu puerta”, para ir hacia esas comunidades sin recursos. Con dichas comunidades, no basta con los comunicados de prensa,la publicidad, con las campañas de concienciación, con la publicidad de los múltiples beneficios que entraña el estar vacunado. Se requiere ir hasta ellos, a sus aposentos, a sus cartones, a sus mansiones debajo de los puentes, con un cargamento de vacunas amables bajo los brazos de la buena voluntad y un buen sancocho o tres mondongos para mitigar lo maltrecho de sus estómagos. Y quizás algo más, algo que les comunique el mensaje de que no están solos, de que Puerto Rico se preocupa por ellos.
Así pues, inocularlos, llevando las dosis de vacunas a sus diversos hábitats, debería constituir el primer eslabón de una cadena de medidas tendentes a atenuar la miseria de demasiados que viven invisibilizados, de espaldas al resto de los habitantes que pueden permitirse comer y janguear, en algunos lugares, con el certificado de vacunación refulgente en el iPhone12 Pro Max.
En fin, solidarizarnos y ser proactivos con los necesitados, en lugar de restringirlos o excluirlos, debiese constituir una de esas enseñanzas aprendidas tras año y medio de combates encarnizados contra ese enemigo intangible que seguimos enfrentando. Asimismo, sigue siendo el camino y el destino para acabar con la resistencia aislada de ese contingente demasiado numeroso de desatendidos que lo son no necesariamente porque quieren, sino porque quizá no pueden.
El autor es profesor de Derecho Laboral de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, y socio fundador de bufete ECIJA-SBBG.