La peor de las pobrezas
El abogado laboral resalta la importancia de que los gobiernos atiendan de una vez la situación de la pobreza infantil con acciones concretas.
Desde los albores de la humanidad, la pobreza se ha venido erigiendo como la peor de las pandemias, una pandemia infinita que mantiene vigentes sus porcentajes de contagio en un elevado número de territorios y para la que, existiendo vacunas, incluso múltiples de ellas en forma de cooperación, ayudas, inversiones, apenas se aplican a portadores e infectados, quizá por inercia, por comodidad de los titulares de las patentes.
Sin embargo, todavía resulta posible hallar una variante más perversa de la pobreza en general, que no es otra que la recae sobre los niños, víctimas pasivas del fracaso de sus adultos. Los estados, los gobiernos que descuidan los índices de bienestar de los más pequeños, están obligados a hacer introspección, desde la raíz, desde las leyes hasta los servicios sociales, desde los presupuestos hasta la composición política de sus cuerpos legislativos, desde el sistema educativo hasta el sanitario, desde la ética hasta la dignidad. Y si las soluciones no surgen contundentemente, los líderes - tanto del sector público como del privado - deberían plantearse dejar paso a otros que resuelvan la lacra categoría cinco de este huracán socioeconómico que aqueja a nuestros niños.
La infancia es ese tiempo de cuando nos gustaba jugar con insectos y con toda la naturaleza, y mientras se está inmerso en ella, los propios niños que sufren de limitaciones materiales no perciben en toda su extensión la crueldad de su situación porque está inoculada sutilmente en su propio proceso de crecimiento. Y si los niños están subsumidos en un contexto social de pobreza, al tener referentes similares, no pueden percibir con claridad el menoscabo excluyente al que se ven sometidos.
La medición de la pobreza, en particular de la infantil, es un asunto complejo. Puerto Rico recibe a diario una bofetada estadística de pobreza infantil al ocupar el primer puesto de los territorios de los Estados Unidos de América, con unos porcentajes sostenidos durante las últimas dos décadas del 57%, que se reducen al 37% cuando el índice se refiere a la pobreza extrema. Los linderos para establecer esas proporciones vienen dados por el tope de los $24,000 de ingresos anuales para familias con hijos, o los $12,000 como máximo para fijar la pobreza extrema.
Abruman, más bien abochornan, o debieran hacerlo entre todos los boricuas de bien, los indicadores de pobreza infantil puertorriqueña. Para reducirlos al mínimo, el Senado de la Isla ha presentado el Proyecto de Ley Núm. 293 de 8 de abril de 2021 que busca establecer la “Ley de Política Pública de Puerto Rico para la erradicación de la pobreza infantil”.
Es la primera iniciativa de calado que se toma en el país para afrontar esta lepra social (también aborda el tema la Orden Ejecutiva Núm. 39 presentada posteriormente el 25 de mayo de 2021). La aludida iniciativa legislativa se cimienta sobre seis ejes directrices que comienzan, sin que el orden natural admitiera otro, por la educación, como piedra angular que debe disminuir los porcentajes, y terminan en el desarrollo del capital humano, pasando por la seguridad económica, la tributación, la economía y la creación de empleo y la eliminación de barreras para obtenerlo.
Es un proyecto de ley ambicioso, dilatado en el tiempo, multidisciplinario, intercomunicado y necesitado de la colaboración de la totalidad de sectores de la sociedad y economía puertorriqueñas que deberá traducirse en el diseño y ejecución de programas prácticos de integración sociolaboral, en un rediseño de determinados aspectos de la educación para atemperar los índices de ausentismo y abandono escolar y en una concienciación social a todos los niveles para exponer, sin tapujos, la hondura del problema. Esta mancomunidad de acción será ejecutada por una plenipotenciaria “Comisión para la erradicación de la pobreza infantil en Puerto Rico”, como brazo armado de la lucha, porque esta es una de las escasas "casus belli" en las que está justificada la declaración de guerra.
Si aumentamos uno de los lentes del microscopio del análisis, observamos que el gen determinante en el genoma de la pobreza en general, y de la infantil en particular, lo constituye el de la educación. Solo a través de ella, los niños pueden capacitarse para acceder a puestos de trabajo especializados que garanticen una remuneración solvente para fintar a la precariedad. Solo a expensas de potenciar la educación, los niños adquirirán capacidades argumentativas, reflexivas y emprendedoras para mejorar su país, una vez llegados a la edad adulta, a la edad de las responsabilidades. Solo bajo el palio de la educación, se adquieren valores para cohesionar la sociedad, saberes para hacerla evolucionar y perspectiva para encuadrarla en un contexto de actualidad e historicismo para no repetir los errores del pasado. La suma de este aprendizaje debería llevar a la pobreza a, por lo menos, una reducción significativa hasta convertirla en residual.
Pese a que los estragos meteorológicos de los últimos tiempos en forma de huracanes, en concreto Irma y María, y el salvaje colofón planetario de la pandemia por el COVID-19, no han dispuesto en Puerto Rico el mejor de los escenarios para contender contra los déficits educativos, no debemos olvidar que la media de ausentismo escolar entre la población comprendida entre los 5 y los 17 años ascendió a 78 días en el último año escolar completo, una cifra incompatible con unos estándares de solidez de un sistema educativo clave para forjar personalidades y la adquisición de conocimientos de quienes están en edad para absorber todo.
Urge fortalecer la escuela pública, aumentar el control sobre alumnos y familias, imponer sanciones en materia de ausentismo. Se necesita, a su vez, romper ese apartheid del que hablaba la semana pasada en un periódico de circulación general, el amigo y colega, Leo Aldridge, entre las familias que escogen colegios privados para sus hijos y las que se ven abocadas a refugiarse en un sistema público educativo cada vez más ineficiente, necesitado de una cirugía invasiva para extirparle los nódulos que impiden una educación pública de calidad acorde a los fondos y recursos que recibe.
Pero como postulaban los romanos, primum vivere, deinde filosofare (primero vivir, después filosofar). Las primeras medidas para paliar la pobreza infantil, además de la educación, deben ir encaminadas a cubrir los déficits básicos nutricionales a través de una política de subsidios a las familias necesitadas, porque sin unos mínimos de salud el resto de las iniciativas quedarán ocluidas.
Los frentes son numerosos, las vías de agua caudalosas, los recursos finitos, el desorden regulador hondo, el sistema desbordado, el país encogido: por eso, se requiere de una cooperación colectiva, pública y privada, para comenzar a suturar la hemorragia de desigualdad imperante en el Puerto Rico de los niños, pero también en el de los adultos.
Incluso el país anda desarraigado. El sentido de pertenencia de los puertorriqueños va menguando a unos niveles alarmantes. Esa merma se traduce en una emigración dramática que ha hecho fluctuar la población de la isla de los 4,200,000 habitantes de principios de los noventa hasta los aproximadamente 3,200,000 de la actualidad. Ese empobrecimiento demográfico por voluntad propia también debiese hacernos reflexionar como ente territorial con una idiosincrasia que siempre manifestó su orgullo por ser de acá, por crecer y prosperar en una tierra fértil, marítima, plural, rebosante de historia, tradiciones, ritos, mitos y luz caribeña.
Si 1,000,000 de compatriotas han abandonado la isla en apenas tres décadas, algo estructural en Puerto Rico requiere primero de análisis y después de reparación. No podemos permitirnos ese goteo censal que sigue en baja, máxime porque los migrantes se sitúan en el tope de la plenitud laboral, y pertenezcan a la tropa o al generalato, son necesarios para reponer las bases laborales para evitar que Puerto Rico se convierta en un fondeadero de jubilados que necesiten ser sostenidos por el erario.
Deberíamos, pues, comenzar por fortificar los cimientos para seguir conservando en el futuro la prosperidad de los pisos superiores. Las carencias primarias de una excesiva cuota de población infantil requieren de una intervención inmediata para mejorarlas. A partir de ahí, convendría coordinar las múltiples agendas que permitan, en esencia, que llegado el potencial momento entre emigrar o enraizarse definitivamente, una cada vez mayor cuota de puertorriqueños decida permanecer, crecer y multiplicarse en su isla de cabecera, con orgullo de patria chica y patria grande a la vez. Y aunque las leyes deberán ayudar a fijar la dignidad, también nosotros, en nuestra condición de ciudadanos, tenemos responsabilidad sobre el futuro colectivo de nuestra isla.