Libertad de expresión bajo llave
Columna del abogado laboral Jaime Sanabria.
Del mismo modo que todo trayecto comienza por un primer paso, todo régimen totalitario comienza por una primera imposición, y son las ideas antagónicas -o solo las diferentes a quienes detentan el poder- las primeras que sufren, como mal menor, la mordaza. Censurar es uno de los infinitivos que primero enarbolan quienes se creen legitimados para ello, al estilo de los líderes de algunos países que asestan todavía golpes de estado para sustituir los gobiernos totalitarios que pretenden erradicar por los propios.
La creación de Facebook data de 2004, pero la penetración, en Puerto Rico, ocurrió entre 2007 y 2008, periodo en el cual la red se globalizó hasta convertirse en la más multitudinaria del planeta, con más de 2,000 millones de usuarios al presente. Solo han transcurrido 13 años desde que se democratizó la manera de formar la opinión pública, desde que un ala de la Internet se convirtió en una cordillera de muros individuales donde los propietarios podían verter sus razones, sus argumentos, sus ópticas, sus creencias, sus denuestos o sus alabanzas.
Y no solo es Facebook. Otros espacios personales para exhibir las vidas y las ideas se fueron erigiendo para completar un bosque plural que obtuvo alcance terráqueo y que dinamitó antiguas estructuras publicitarias, periodísticas, deportivas, corporativas, relacionales y, con el tiempo, incluso, las electorales.
Además de la obra de Mark Zuckerberg, Instagram, Twitter, YouTube, Snapchat, WhatsApp, Telegram, Clubhouse, Pinterest y otras decenas de redes sociales -cada una con su enfoque, su arquitectura, su identidad, con su masa social- han proporcionado a miles de millones de individuos, a firmas comerciales, asociaciones, clubes deportivos, instituciones y también a los partidos políticos y sus representantes, un ágora expansiva de participación que ha modificado, incluso, el concepto de libertad de expresión y promovido un sinnúmero de regulaciones, a las que el aparato legislativo de Puerto Rico no ha sido ajeno, ante el nuevo orden global que han promovido esas plataformas tecnológicas.
Lejos de arrugarse, de deshincharse como moda pasajera, las redes han incrementado de tal forma su influencia en los idearios de toda condición que han derivado en gigantescos escenarios donde cada persona, clan, tribu, vuelca sus consignas, sutiles o burdas, manifiestas o subliminales, elaboradas o banales, para ganar fans, lectores, clientes, adeptos, prosélitos o votantes.
Las redes sociales han propiciado que las campañas electorales, a modo de algunas deidades, no tengan principio ni fin, y su uso, abuso, manipulación, “hackeo” o invasión ha contribuido a derrocar o instaurar gobiernos y presidentes.
Pero ese cambio de paradigma en el alcance del término “libertad” al que aludíamos, ha traído consigo una aspiración de control entre quienes disponen de las contraseñas maestras de las redes. Si los algoritmos que las entraman ya tienen un grado de control superlativo sobre los miembros de las comunidades virtuales y se entrometen en sus gustos para inocularles publicidad a su medida, para condicionar sus relaciones y asociarlos en hormigueros afines, las cúpulas directivas de algunas de esas redes han ido más lejos y han clausurado cuentas que, según su veredicto, por sus mensajes supuestamente espurios o hirientes, incitaban al odio, al levantamiento o esparcían bulos dañinos para la convivencia pacífica.
El preámbulo anterior solo pretende fijar los cimientos de esta reflexión, que se origina en la promulgación de una ley por el gobernador de Florida, Ron DeSantis, que faculta a jueces y magistrados para sancionar a los responsables de aquellas redes sociales que cierren cuentas de políticos del estado por lo que manifiestan en ellas. La ley contempla la imposición de multas, que fluctúan entre $25,000 y $250,000 diarios, contra las redes sociales que clausuren las cuentas de los políticos.
La predominancia del Partido Republicano en Florida, con una clara reminiscencia trumpista, sin duda, ha debido influenciar la promulgación y la esencia de esa ley, hasta el punto de que pudiera parecer una medida de desquite ante la clausura forzosa de las cuentas del expresidente Donald Trump. Los excesos verbales y escritos del exmandatario fueron considerados provocadores, incitadores al odio y a la xenofobia por los custodios de las redes, que decidieron clausurar sus espacios personales luego del asalto al Capitolio.
En respuesta a ello, y para evitar esa práctica, se ha pronunciado, a través de la apuntada ley, el estado de Florida y aunque resulta tentador aplaudir las clausuras de las cuentas de un expresidente lenguaraz, bronco e irreflexivo, como solía proyectarse Trump, la mirada debe apuntar al riesgo de permitir que quienes manejan las cerraduras de las redes impongan mordazas a su antojo, en función de sus ideas o su sentido del bien y del mal, de lo ético o lo amoral, de lo conveniente o lo inconveniente. Pero ¿para quién?
La alusión a los regímenes totalitarios al inicio de este escrito no pretendía ser solo una apertura más o menos efectista. Ejercer control no es ajeno a la condición humana, en particular, cuando se adquieren unas cotas de poder que hacen necesario ejecutarlo para consolidarse en el vértice político, y también el militar, con solidez. Al mismo tiempo, es conocido, incluso por nosotros mismos, que, en nuestra condición de usuarios, nos hemos convertido en producto, en mercancía, en estadística que alimenta el megaalgoritmo que gestiona el tráfico de las redes para que, a la postre, produzca beneficios billonarios a los propietarios. Y si desde nuestra insignificancia percibimos que, cuando se produzca una desviación de la línea editorial de quienes las timonean, podemos ser bloqueados, ¿qué nos queda?
Consumimos redes sociales precisamente por esa ansia de percibirnos libres por haber encontrado una tribuna desde la que exponer nuestro sentido de la vida, en algunos pacífico, a veces beligerante, en otros contestatario, para otros lúcido, pero siempre bajo esa premisa de libertad de expresión adicional que trajeron las redes a nuestras vidas.
Leyes como las del estado de Florida, pese a su sesgo presumiblemente revanchista, persiguen hacer frente a que la constitución no escrita de Silicon Valley se convierta en la constitución del mundo. Las redes deben evolucionar a la par que la civilización porque ya forman parte indisoluble de ella, sin caer en el confort ideológico de convertirse en una fortificación del pensamiento dirigido. Limitar las opiniones políticas mediante la censura empobrece la democracia y aísla a los individuos en sus propias burbujas de pensamiento, impidiendo el enriquecimiento del intercambio. Resulta imprescindible para la concordia abrir el diálogo a todas las opiniones, sin alambradas, permitiendo expresarse a unos y a otros sin preferencias, sin sanciones por parte de los árbitros titulares de las redes sociales.
Retornando al recurso argumentativo de los regímenes totalitarios, con el señalamiento de quién puede opinar y quién no, en función de los criterios de los jerarcas de las redes sociales, que además forman parte de la aristocracia económica del planeta, se corre parecido riesgo de incurrir en totalitarismos, porque prohibir manifestarse al diferente, al disyuntivo incluso, es la antesala para convertir a esas nuevas plazas públicas de la democracia que debieran ser las redes sociales, a territorios donde la libertad de expresión vive bajo amenaza permanente de cierre. Podrían convertirse en una especie de totalitarismo tecnológico.
Como declaró el propio gobernador de Florida, la Ley va a toparse con escollos constitucionales, y posiblemente contravenga algunos estatutos federales, pero quizá también pueda convertirse en un referente y dar cátedra en ese campo minado que ha decidido regular.