Una verdadera fiesta
Ha sido sin duda un periodo navideño y de octavitas más que reflexivo y pudo serlo todavía más. Por primera vez desde hace tres generaciones nos topamos con un Puerto Rico sísmico. Tiembla la tierra y podría seguir temblando por meses, nos dicen. Algunos sospechamos que la denominada nueva realidad no lo sería, si no fuese un asunto de ciclos más prolongados, acaso de años. A veces puede tomar hasta una generación. Mientras más se tarda ese proceso de ajuste, mayor es la acumulación de angustia.
Acostumbrarse a que el suelo tiemble, aun cuando no provoque daños peores a los que se han manifestado en estas tres semanas, requerirá mucho aprendizaje, paciencia, disciplina y autocontrol. Estos elementos no se internalizan, ni se logran practicar en un instante, ni en semanas, ni meses. Se requiere más tiempo, pues muchas veces el llamado instinto de conservación puede más que cualquier idea o reflejo ensayado repetidamente.
Es natural que se sienta miedo cuando notamos que tiembla la tierra. Mucho más cuando suenan las explosiones, las trepidaciones y el crujido del requiebre de paredes, pisos y techos. También provoca temor la previsión de la pérdida y pensar que sucederá lo peor. Pero ambos efectos o impulsos pueden ser atenuados y controlados cuando se conoce qué causa los temblores de tierra y cómo se comportan, cuál es su verdadera dimensión y cómo podemos prevenir daños mayores o consecuencias desastrosas. Conocer el carácter distinto de estos fenómenos, su relativa perdurabilidad e itineraria, su dimensión acumulativa puede ayudarnos a lidiar con el temor, el miedo, la tensión y la angustia. El primer objetivo de cada puertorriqueño ahora mismo, estemos más cerca o lejos de los epicentros, debe ser educarnos, adiestrarnos y prepararnos para aceptar la presencia frecuente de este fenómeno en nuestras vidas. Se han activado las fallas geológicas que permanecían en estado latente al menos en cuanto a lo que percibíamos. Lo que antes era una excepción, será ahora -quisiéramos que no durante mucho tiempo- un hecho, acaso cotidiano.
Es difícil deslindar cuándo termina el aprendizaje que lleva casi instintivamente a la respuesta inmediata de cuándo es que comienza el camino largo del aprendizaje en prevención. Nos pasamos la vida desde niños aprendiendo y previniendo; evaluando riesgos y asumiendo algunos; intercambiándolos, reduciéndolos o eliminándolos.
Los primeros equívocos surgen cuando pensamos que una secuencia sísmica es un sólo evento. Se trata de un proceso desencadenado por otros procesos y se compone de un número grande de eventos.
Todo lo que va sucediendo en la mente de los afectados debido a sus vivencias, y en la mente de los narradores o comunicadores de las mismas, en los relatos que por referencia otros construyen, conduce a un distanciamiento entre la realidad del fenómeno y la percepción del mismo. Cuando el fenómeno sísmico se multidimensionaliza según su carácter y alcance, las percepciones del mismo chocan también como placas tectónicas con efectos y consecuencias diferentes.
La onda perceptiva suele ampliarse por quienes la comunican haciendo del evento uno más grande de lo que es -aunque puede ser grande- por lo que los manoseadores de opinión cometen el error de tratar de domesticar esa tendencia a expandir lo percibido. Digo error, porque no siendo lineal el comportamiento del fenómeno, y teniendo variaciones por la baja o por el alza, el intento -consciente o inconsciente- de filtrar el agrandamiento de lo que se percibe o se traduce como 'crisis', suele poner en aprietos a quien comunica, cuando la fuerza, virulencia o tamaño del fenómeno se manifiesta todavía con más vigor.
Los llamamientos a la calma tan necesarios, como imperativos, pueden resultar contraintuitivos ante la realidad de fenómenos que se acrecientan bajo los pies de quienes están más cerca. Hay que llamar a la calma con realismo, es decir, con explicaciones sencillas, coherentes y verdaderas. Pues una vez los voceros o comunicadores caen atrapados en la trampa de la minimización pierden efectividad porque se deshace su credibilidad. Se trata de un proceso natural. Los falsos negativos serán siempre mucho más peligrosos que los falsos positivos en el medio social.
Validar y valorizar los sentimientos de las personas
Aun cuando la percepción del tamaño del fenómeno esté agigantada, cuando lo contrastamos con la realidad medible, poco ganamos y es más arriesgado confrontar a la víctima. Poco a poco se podrá adecuar esa apreciación desenfocada. Debemos, no obstante, identificar el sufrimiento e identificarnos con ese estado de vulnerabilidad y fragilidad que padece la víctima. Reconocer ese sufrimiento, validarlo para atenderlo, y reconocerse en ese rostro humano que duele es la primera y más potente medicina. Nada más humano hay que compartirse el dolor, a veces ayudando a secar las lágrimas, otras, llorando con las víctimas. Como todos hemos aprendido alguna vez, hay ocasiones en que el silencio es el mejor tratamiento. Pero hay que acompañar, porque sana a la víctima y a quien la cuida o se preocupa.
Ahora bien, no todo el mundo porta o logra entender la dimensión de la empatía. Algunos llegan a la escena del dolor por cumplir, otros, por salir en la fotografía, algunos otros, no sabemos ni porqué.
De este modo, llegamos a la dimensión social, la que adquiere una comunidad más amplia que dependiendo de la intensidad y gravedad real del fenómeno puede abarcar a todo el país y aún más allá, fuera del país. Es aquí, en esa esfera más abarcadora que se tiene que actuar con mayor tacto y conciencia. A veces a la hora de validar y valorizar el dolor, es el área en la cual fallamos malamente.
El luto
Hasta no hace tanto el sentimiento de solidaridad -que no sólo se manifiesta materialmente- tenía una dimensión que iba más allá de la familia o de las personas más cercanas al difunto, o a quien estaba en pena, por una enfermedad u otro tipo de padecimiento o pérdida.
Se manifestaba respeto y adhesión hacia quienes pensábamos sufrían algún tipo de tribulación. Así, en los vecindarios se suspendía la música de los tocadiscos -había discos-, se reducía el ruido, se bajaba la voz, se apagaba cualquier equipo de amplificación. Era un modo de expresar consideración, una forma de condolerse y un tipo de abrazo colectivo.
En nuestro folklore centenario, sólo se celebraba la muerte de manera 'festiva', cuando se trataba de la de un infante en el velorio, tan genialmente pintado por Francisco Oller en el cuadro del mismo nombre. Otra extraordinaria estampa -esta vez musical- se hizo, anclada quizás en la genética cultural, con aquel clásico de la salsa 'La cuna blanca', de la orquesta La Selecta de Raphy Leavitt que rezaba: 'Se ha escapado un angelito, miren donde va, llorando se ha ido, aquel viejo amigo, a la virgen fue a adorar', dedicada a un amigo. 'Que nadie llore, que nadie llore. Dejen que ría en silencio'. Ese homenaje al trompetista de la orquesta Luis Maysonet, fallecido en un accidente de gira en Connecticut, incorpora de un modo 'agridulce' el luctuoso descubrimiento de la muerte de un amigo. Se toca esta canción en muchos entierros especialmente de personas de conciencia trabajadora. Otros entonan en Puerto Rico, 'Cuando un amigo se va', de Alberto Cortez, escrita tras el fallecimiento de su padre, y los menos, recitan el poema de Miguel Hernández 'Elegía', o cantan la versión de Joan Manuel Serrat. ('En Orihuela, su pueblo y el mío se nos ha muerto como del rayo, Ramón Sijé con quien tanto quería'), 'Yo quiero ser llorando el hortelano de la tierras que ocupas y estercolas compañero del alma tan temprano'.
El luto, sana o alivia el sufrimiento de quienes padecen. Aunque la sobriedad con la cual lo asociamos refiere también a duelo, dolor, aflicción y pena.
En momentos de desastres naturales los puertorriqueños hemos aprendido del luto. Hemos hecho resoluciones para hacernos más fuertes, para homenajear a quienes han partido. Hemos plantado miles de pares de zapatos, cruces blancas, y banderas de Puerto Rico negras y blancas.
Expresar la pena y sentirla es también parte de un derecho y proceso fundamental de recuperación.
Hablando de terremotos
Hace cuarenta y siete años a causa de un terremoto en un país hermanado, Puerto Rico vivió un profundo episodio de tristeza colectiva. Precisamente, entre el Año Viejo y el Año Nuevo, Roberto Clemente Walker y sus acompañantes cayeron al océano, en las costas de Loíza y Carolina, cuando iban rumbo a Nicaragua que había sido devastada por un terremoto mayor de siete puntos a prestar socorro.
Aprendimos -eso creíamos- lo que puede hacer un terremoto, su fuerza brutal, y comprendimos que más allá de las hazañas deportivas, la verdadera medalla de oro de aquel deportista extraordinario había sido su capacidad de darse, de solidarizarse y condolerse ante la tragedia sísmica de sus hermanos nicaragüenses por quienes a causa del accidente ofrendó su vida.
Lo ocurrido en Puerto Rico 47 años después, no se aproxima en escala a lo sucedido en Nicaragua. Pero estamos a tiempo para prestar atención sin distracciones a lo que está sucediendo, que afectándonos a todos, ha afectado todavía más a la región sudoeste del país.
Hay sin embargo que tener cautelas. Las prisas del comercio y de otros apetitos no pueden ahogar las esperas naturales de a quienes embarga la pena. La pena no es minucia. El sufrimiento, particularmente el de grupos grandes o el del colectivo, nunca ha de mirarse bajo el lente minimizante del microscopio, como tampoco bajo el lente a distancia de los telescopios.
Tenemos delante una extraordinaria oportunidad para recuperarnos. Haciendo las cosas bien, corrigiendo las que hicimos mal, mejorando la manera en que nos organizamos, planificamos nuestras vidas, construimos nuestro habitáculo, repartimos nuestros dones, nuestro trabajo y sus frutos.
Debemos hacer un fundamental alto reflexivo y crítico para evaluar no sólo los daños a las estructuras o las deficiencias de nuestra respuesta, e incluir y hacer lo que no hicimos colectivamente luego del huracán María. No se trata este momento de ponemos a comparar este evento telúrico -que recién comienza- con el del huracán y adjudicar simplonamente que éste o aquel fue peor. Sería un grave error cuantificar, sin cualificar y sin analizar.
Debemos desde ahora esforzarnos por conocer y aprender de nuestros errores individuales, colectivos y gubernativos con el propósito de construir una vida digna y más segura para cada habitante del país. No puede volver a sucedernos que en mayor o menor escala un nuevo 'desastre' corra la cortina que encubre inequidad, pobreza, injusticia social , plurivulnerabilidades y miseria. Tenemos que afrontarlas, pues es un reto generacional insoslayable íntimamente ligado a nuestra condición colonial.
Mediante el aprendizaje, la paciencia y la disciplina, el autocontrol y la acción concertada solidaria podemos señalar este momento sísmico significativo como el punto en que echamos a andar sin retroceder; derrotamos el cainismo y el canibalismo y creamos verdaderos cimientos de conciencia colectiva. Esta es la encrucijada en la cual nos encontramos: un gran momento para empezar a hacer las cosas bien, para mejorarlas, en suma, un gran punto de partida que resulte ser una verdadera fiesta.
*El autor es doctor, abogado, profesor y estudioso de los procesos legislativos y reglamentarios. Fue asesor y luego portavoz del PIP en la Cámara durante 24 años.