Añorando la cotidianidad desde el miedo
Recogemos en una crónica el primer día de reapertura comercial tras la pandemia por coronavirus.
Cuando el primer rayo de luz disparó su intensidad anunciando el inicio del día, se pudo percibir de inmediato que había algo diferente que comenzaba a ocurrir, tras 10 semanas de un encierro obligatorio para evitar la propagación del COVID-19 en la Isla.
En la costa, por el sector de Ocean Park, parecía un martes cualquiera. Bueno, un martes cualquiera antes de que el coronavirus hiciera su magistral entrada. Allí, la única señal de que el virus aún está entre nosotros eran las mascarillas. Algunas quirúrgicas, otras multicolor.
La arena ya tenía sus primeras huellas de corredores que retomaron temprano su rutina y los conos naranja estaban colocados para que los atletas entrenaran bajo el sol. El sonido del viento —que soplaba pese a que la temperatura batirá otro récord de calor— se fundió con el chillido del taladro de un obrero que regresó a la faena en un edificio con vista al mar, y desde donde se apreciaba a la Policía merodeando en su bote.
Regresamos a la cotidianidad tan añorada. Al ir y venir. Unos como si nada. Otros con miedo. Muchos con la desesperación de atender alguna necesidad urgente que antes parecía sencilla y que hoy, en tiempos de pandemia, toca resolver mediante cita, una larga fila o una orden a ciegas mediante la línea telefónica.
“Tengo cita”, gritaba una señora mientras tocaba en la puerta de cristal de la tienda Ashley Furniture Home Store, operada por Mueblerías Berríos, en Hato Rey.
Tras ella, una fila de más de 22 personas, de mal humor, a la defensiva, criticaban que dejaran pasar a los citados y no permitieran que la fila corriera en calma. Alterados, con calor, y evidente frustración, sabían que tendrían que esperar por buen rato allí, en lo que se permitía la entrada a seis clientes a la vez, después de tomarles la temperatura y seguir un protocolo preventivo.
“¡Como está el consumerismo!”, dijo uno que caminaba por la acera y miraba incrédulo la fila, aumentando el mal humor de los que allí esperaban. ¿Por una necesidad? ¿Por el deseo de gastar? ¿Por matar el aburrimiento que les dejó el confinamiento? ¿Por resolver los problemas que trajo consigo el confinamiento?
Y es que el encierro prolongado dio dolores de cabezas mucho más intensos que un simple aburrimiento. La reparación de enseres dañados, de uso prioritario como neveras y estufas, así como plomerías averiadas o problemas eléctricos, debieron esperar por varias semanas en lo que ferreterías, tiendas especializadas y profesionales del área tuvieran permiso para laborar.
Hoy se sumaron a ellos los salones de belleza, las barberías y las tiendas de ropa, que desde tempranas horas de la mañana ya tenían su primera clientela.
Desde la puerta de entrada se advierte que se requiere utilización de mascarilla y se alerta que hay espacios y productos para desinfectar las manos, se les recuerda la distancia de seguridad recomendada y, en algunos casos, se requiere el uso de guantes.
En un recorrido por la calle Loíza, donde abundan los negocios locales y pequeños, el panorama no era muy alentador. Las grandes filas seguían siendo la de los bancos y uno que otro establecimiento de comida. Los salones de belleza tenían ocupación mínima y una tienda dedicada a los productos del cuidado del cabello, contaba con una tímida fila de cuatro personas en el exterior.
Las barberías apenas iniciaban su jornada, pero tampoco tenían flujo de clientela como de ordinario. Y las tiendas de ropa, aún tenían sus rótulos que indicaban que estaban cerrados.
Y es que, a pesar de que tanto se esperaba ese día en que se pudiera salir a la calle, a muchos les ganó el miedo a la enfermedad y el deseo de quedarse en casa un rato más, por aquello de no desafiar a lo desconocido.