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El regreso de la desaparición

Primero, gracias a los seguidores que han estado pendientes a la ausencia de la columna por varias semanas consecutivas. Segundo, quiero dejar claro que mi desaparición no fue una respuesta a la censura, ni mucho menos surgió ante las críticas de los que aún no comprenden que este espacio tiene un fin educativo sobre lo legítimo, necesario y divertido que es el placer tanto para los hombres como para las mujeres.

Tercero, vamos a lo que siempre vamos. No sé si a ustedes les ha pasado pero, con todo y lo ninfómana que soy, hay temporadas que me siento asexual. Y, precisamente, eso lo fue lo que me pasó en las últimas semanas: no tuve ni el más mínimo apetito carnal. Ni tan si quiera cuando – en repetidas ocasiones- intenté de recrear el mejor orgasmo que he tenido.

Fue una tarde de primavera. Hacía un poco de frío y estaba en la casa de un jevo que se había ido a estudiar al exterior. Quise ir a visitarle cuando me lo propuso porque llevaba meses sin cruzar charcos y, además, necesitaba desconectarme del trabajo.

Nos conocíamos desde la infancia pero había pasado largo rato sin vernos, y en nuestro más reciente encuentro ocurrió un no sé qué. Nuestros cuerpos -atraídos por una fuerte química- no pudieron resistirse uno del otro.

Ya casi se terminaban las tres semanas de vacaciones que tomé cuando entré en aquel trance que me dejó tendida en el mueble de la sala y me robó las palabras por al menos un cuarto de hora. El mundo quedó ante mí sin sonido y sentí urgencia de inhalar una dosis de la nicotina que tanto detesto. La sensación de estar conectada con el polvo que componen las estrellas del universo debió haber estado latente como mínimo hasta dos días después.

Creo que la cerveza y el vino con los que filosofábamos de cómo arreglar el mundo fueron los protagonistas de lo que sentí cuando, sentada en sus muslos, jugó con sus manos en mi Templo y su lengua habló en cada partícula de lo que soy.

Ni tan si quiera eso fue capaz de calentarme.

Lo intenté de todas maneras: con la luz apagada, encendida, en el baño, en la cama, mientras conducía, en el escritorio del trabajo, con el vibrador. Nada.

Tal vez algo tenga que ver el estrés laboral que voy sintiendo en estos días. O el estrés emocional de las caravanas políticas que pululan por la ciudad en busca desesperada de llegar a los electores ávidos.

LA MATA HOMBRES
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